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Lo real del narco o la repolitización del periodismo en la narrativa de Roberto Bolaño, Cristina Rivera Garza y Pedro Ángel Palou

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Academic year: 2021

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CONFLUENZE Vol. XII, No. 1, 2020, pp. 183-213, ISSN 2036-0967, DOI:

https://doi.org/10.6092/issn.2036-Lo real del narco o la repolitización del periodismo

en la narrativa de Roberto Bolaño, Cristina Rivera

Garza y Pedro Ángel Palou

Laura Alicino

UNIVERSITÀ DI BOLOGNA

ABSTRACT

Starting from Zavala’s concern about the political neutralization of the

narcoculture products, this paper aims to rebuild a re-politization of journalism

from literature. We analyse the ethical, esthetical, and political implication of the fictionalization of the journalist, together with their voice and body, in three novels by Roberto Bolaño, Cristina Rivera Garza and Pedro Ángel Palou, which deal with narcoviolence in an explicit or implicit way. The symbolic characters created by those authors set an urgent discourse on the responsibility of art and journalism about how to represent narco and its social effects.

Keywords: Mexican narrative, narcoculture, journalist fictionalization, politics of

the voice, politics of the body.

Partiendo de las preocupaciones de Zavala sobre la neutralización política de los productos de la narcocultura, este ensayo mira a reconstruir las huellas de una repolitización del periodismo desde la literatura. Se analizarán las implicaciones estéticas, éticas y políticas de la ficcionalización del periodista, de su cuerpo y su voz, en tres novelas de Roberto Bolaño, Cristina Rivera Garza y Pedro Ángel Palou, que se ocupan directa o indirectamente de narcoviolencia. Las figuras simbólicas reconstruidas por estos autores engendran un discurso urgente sobre la responsabilidad de arte y periodismo acerca de la representación del narco y de sus efectos en la sociedad.

Palabras clave: narrativa mexicana, narcocultura, ficcionalización del periodista,

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Introducción

¿Es más creíble el presidente de la República o el Blog del Narco?

Marco Kunz, 2016 En “Vuelta al narco mexicano en ochenta ficciones”, Marco Kunz (2016) asevera que casi todas las así llamadas narcoficciones producidas en México se basan en dos mitos fundadores del Estado y del crimen: el mito patrio del águila y la serpiente – con el águila que simboliza el polo positivo del Estado y la serpiente el polo negativo del crimen organizado – y el mito de San Jesús Malverde (ivi, p. 56). Después de un destacado análisis teórico y antológico de las muy diversas expresiones literarias que se ocupan de la narrativización del narco, Kunz emblemáticamente se pregunta:

¿Se combaten realmente el águila y la serpiente? ¿O solo fingen combatirse? ¿No podían ser cómplices en un simulacro de lucha? ¿No podría ser la presunta contienda del estado-águila y el narco-serpiente una nueva guerra florida […]? […] Es decir se mata a cierta cantidad de personas para convencer a la opinión pública de que hay una guerra encarnizada, pero en realidad los muertos representan a las víctimas de unos sacrificios humanos cuya función es la misma que en las culturas prehispánicas: asegurar que el mundo siga existiendo tal como es. ¿Podría ser este el significado profundo y secreto del águila y la serpiente en la actualidad (ivi, p. 74)?

El crítico termina respondiendo que no lo cree de verdad y que, de toda forma, ésta no sería que “una narcoficción más en un país en que todo parece posible” (ibidem). Casi dos años después, se publica una entre las investigaciones más relevantes acerca de la naturaleza discursiva y ficcional del narco, que parece responder perfectamente, desde un punto de vista simbólico y teórico, a las preguntas de Kunz, o sea Los cárteles no existen. Narcotráfico y cultura en México de Oswaldo Zavala (2018). Basándose en un gran número de referencias bibliográficas de periodistas, académicos y escritores que han decidido conformarse o no conformarse con las versiones oficiales de la narración sobre el narco, Zavala nos da evidencia de que los cárteles representan, en realidad, “un dispositivo simbólico, cuya función principal consiste en ocultar las verdaderas redes del poder oficial que determinan los flujos del tráfico de drogas” (ivi, p. 14). En este texto, ya imprescindible en la comprensión exhaustiva del fenómeno del narcotráfico en México y de la construcción de la narcocultura, el crítico mexicano desmiembra el discurso oficial basado justamente en la lucha entre estado-águila y crimen-serpiente. Zavala critica expresamente el concepto de postsoberanía que

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más ha representado, en el ámbito político, esta lucha constante. La presunta debilidad del Estado frente al narcotráfico, en tanto enemigo permanente, es una construcción narrativa que tiene fechas de comienzo bien definidas. Entre ellas se encuentra, por ejemplo, el literal “invento de una crisis de seguridad nacional” (ivi, p. 47) que ha venido creando, a lo largo del último siglo, “mitologías descontextualizadas” del narco (ivi, p. 29).

Uno de los efectos de todo esto ha sido particularmente visible en las producciones culturales. De hecho, uno de los análisis recurrentes se basa en el peligro que se esconde detrás de la espectacularización y sensacionalización acrítica de la narcoviolencia en la literatura, en el cine, en el periodismo, en la música o en las artes figurativas. Brigitte Adriaensen (2016b) ha proporcionado un estudio interesante sobre los productos de la narcocultura en México, haciendo hincapié en el dispositivo de la memoria como mercancía. Esta postura teórica le ha permitido ver la ambivalencia de la producción cultural acerca de la violencia y del narco en México. Por un lado, hay “la productividad cultural a escala transnacional, más relacionada con la violencia que con la memoria propiamente dicha” (ivi, p. 224) en que entran los narcocorridos, las producciones cinematográficas tanto estadounidenses como mexicanas, las series televisivas como Narcos o las narconovelas como La reina del sur de Arturo Pérez-Reverte. También se mencionan las difusas entrevistas a los sicarios, publicadas en varias revistas. Por el otro lado, Adriaensen subraya la importancia de proyectos como

Nuestra Aparente Rendición, portal virtual dirigido por la escritora de origen

catalana Lolita Bosch, que se dedica a recoger los testimonios de las víctimas de la violencia en México, o El movimiento por la paz y la justicia, asociación activista coordinada por el poeta mexicano Javier Sicilia (ibidem). Sin embargo, Adriaensen especifica que, a pesar de la importancia de estas dos iniciativas, “llama la atención la circulación relativamente escasa de testimonios publicados por las víctimas” (ibidem). Asimismo, también Zavala asevera que en la mayor parte de los trabajos sobre el narco la verbalización de la víctima es omnipresente, pero solo en una dimensión corporal que muchas veces se vuelve un “significante vacío” (Zavala, 2018, p. 30).

Por lo que concierne a la novela, producción cultural objecto de este estudio, en el contexto mexicano desde que Rafael Lemus ha publicado su famoso ensayo “Balas de salva” (2005) mucho se ha discutido, y se sigue discutiendo, acerca de la calidad de las novelas que tematizan el fenómeno del narco. La polémica se centra no sólo sobre el sensacionalismo acrítico con el que muchos autores trabajan, sino también sobre la calidad estética de los productos. Según nos recuerda Felipe Oliver Fuentes (2013), Lemus ha sido el primero en intentar clasificar el fenómeno de la narrativa sobre el narco, definiéndola en tono polémico un subgénero que no aporta nada desde el punto de vista

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estético-literario (ivi, p. 9). A lo largo de su estudio, Fuentes proporciona un exhaustivo recorrido por las diversas posturas que se han venido generando en México, citando a Lemus en polémica con Eduardo Antonio Parra (2005), pero también a Heriberto Yépez y Álvaro Enrigue. Fuentes termina, muy irónica y lucidamente, indicando que, si Octavio Paz “aseguró en más de una ocasión la existencia de una literatura hispanoamericana pero no de una crítica literaria, al parecer las cosas han cambiado y ahora tenemos una «narcocrítica» sin narcoliteratura” (ivi, p. 16).

Además, en su estudio sobre la narrativa de Yuri Herrera, Margarita Rémon-Ralliard (2016), citando el aporte de Luis Prados (2012), recuerda que los intentos de clasificación de las obras que se ocupan directa o indirectamente de narcotráfico y de narcoviolencia incluyen dos tipologías de narcoliteratura: una “policíaca” y una “literaria”. La primera categoría abarca todas las narrativas que usan el narco como personaje, mientras que la segunda lo interpela como escenario de fondo. Una clasificación como esta deja inevitablemente afuera, recuerda Rémon-Raillard, la producción de muchos autores, como la de Juan Villoro o de Yuri Herrera (ivi, p. 187). Acaso, podríamos añadir que la imposibilidad de una clasificación cierta refleja el carácter ambiguo del fenómeno del narco, derivado precisamente de la construcción de su mitología simbólica en la realidad política.

Partiendo de esta consideración, la dimensión metodológica en la que queremos operar en este ensayo prefiere hablar de literatura sobre el narco, más bien que de narcoliteratura, de acuerdo tanto con lo que postula Fuentes (2013) como con lo que subraya Rémon-Raillard (2016):

[…] se trata de un fenómeno tentacular y heterogéneo que abarca no solo la literatura, sino otros modos de producción culturales, pero que todos tienen en común el realizar una lectura social del presente, no solo para hacer un retrato de la sociedad actual y las implicaciones del narcotráfico en esta, sino para intentar alcanzar algo más indecible, inasible e incomprensible, inherente a la naturaleza violenta del ser humano (ivi, pp. 187- 188).

Centrarse en esta lectura social, permite alejarnos un poco de lo que el mismo Fuentes a definido una “polémica estéril” (Fuentes, 2016, p. 9) y demasiado normativa, para mirar al aspecto activo de la literatura, representado justamente por su dimensión social, o sea política como auspicia Zavala (2018). Esta premisa metodológica nos permite introducir en el análisis también aquellos textos que no hablan directamente del narco, pero que lo llevan entrelíneas, como una presencia penetrante e invasiva que abarca todos los niveles de la sociedad, haciendo que se configure no como un “factor causal”, sino como un “objeto del

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discurso” que se le construye alrededor (ivi., p. 81). Con respecto a esto, uno de los puntos más interesantes que Zavala discute en su ensayo es una difusa tendencia a la neutralización política de la producción sobre el narco (ivi, p. 53). Los efectos de esta tendencia se vislumbran también en la asunción del narcotráfico como fenómeno “endémico” de los países latinoamericanos, sin considerar su portada en el contexto de la globalización actual (Adriaensen, 2016a, p. 10).

Por supuesto, la que menciona Zavala no es una tendencia que interesa solamente las narrativas que vienen de América Latina, sino que es un discurso global y transnacional. Baste con mencionar, por ejemplo, toda la discusión sobre el trabajo del autor italiano Roberto Saviano. Su primera novela de no ficción,

Gomorra (2006), trata la problemática del imperio económico de la organización

mafiosa llamada Camorra, cuyo cuartel general se localiza en Campania, región en el sur oeste de Italia. Se trata de un libro que luego se ha convertido en obra teatral, en la película dirigida por Matteo Garrone y, luego, en una serie TV cult, volviéndose un verdadero brand, si miramos a la relación del escritor con el mercado global (Benvenuti, 2017). Muchos críticos, como Arturo Mazzarella (2011) o Daniele Giglioli (2011) han subrayado la ambigüedad de fondo de la obra y de sus elecciones estéticas. En particular, Saviano opta por una narrativa del Yo-testigo, creando una escritura esencialmente performativa que hace real lo que dice al solo decirlo, pero eliminando uno de los puntos de fuerza de la no-ficción, o sea la sospecha sobre el ser y su voz (Mazzarella, 2011). Saviano trabaja con un Yo omnipresente, cuyo intento es aplastar el vacío constitutivo del ser contemporáneo. Para hacerlo, tiene que trasformar el testigo en víctima, forzando mucho la trama y haciéndolo incapaz de cualquier forma de agencia (Giglioli, 2011). El sujeto-testigo está entonces neutralizado políticamente, como menciona Zavala (2018). Por supuesto, se trata de un síntoma de la sociedad contemporánea que Saviano radicaliza pero no problematiza.

Lo mismo ha pasado con su más reciente libro, ZeroZeroZero (2013), que analiza el fenómeno del tráfico de cocaína en México y Colombia, junto a sus repercusiones en Italia. Se trata de un libro en que el narcotráfico se identifica como un enemigo permanente del Estado. Con respecto a este punto, cabe citar el fundamental aporte teórico de Ignacio Sánchez Prado (2015) que, en su análisis de la película Amores perros – dirigida por Alejandro González Iñárritu y estrenada en 2000 – demuestra en qué manera la violencia se ha vuelto una “nueva cifra de lo latinoamericano” (ibidem), y cómo el cine haya exportado esta visión que ahora se reproduce apolítica y acríticamente en la cultura transatlántica. De hecho, en el libro de Saviano la narcoviolencia se asume y se exhibe justamente como una dimensión cultural endémica del mundo latinoamericano, que se asocia explícitamente al demonio. Según han indicado

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Sergio Rodríguez-Blanco y Federico Mastrogiovanni (2018), Saviano no toma en cuenta las dinámicas económicas del tardocapitalismo, sino que proporciona una interpretación cultural de México, representándolo como centro diabólico de la barbarie y de la economía mundial con respecto al tráfico de cocaína (ivi, p. 94). Para responder a estas exigencias ficcionales, el autor italiano necesita optar por una narración cinematográfica y performativa, con el resultado de reproducir el discurso de las fuentes oficiales y de las narraciones hegemónicas de la violencia ciega de los narcotraficantes, según ha recientemente indicado Walter Siti (2019). Estas elecciones no hacen que producir aún más el efecto de reiterar la peligrosa ritualización de las prácticas de la narcoviolencia y, por ende, así como ya teorizaba Roland Barthes hace tiempo (1957), la normalización de los signos de la cultura.

Partiendo de las preocupaciones de Zavala acerca de la difusa neutralización política de los productos de la narcocultura, el intento de este ensayo es reconstruir las huellas de la posibilidad de una repolitización de la narración sobre el narco. Con respecto a esto, se analizarán las implicaciones éticas, políticas y estéticas de la relación entre realidad y ficción en tres obras que se ocupan directa o indirectamente de narcoviolencia: 2666 de Roberto Bolaño (2003), La muerte me da de Cristina Rivera Garza (2008) y Todos los miedos de Pedro Ángel Palou (2018). Las tres obras, por supuesto muy distintas entre sí, verbalizan dicha relación a través de algunos puntos en común. Desde el punto de vista estético, entretienen una relación estrecha con la crónica y pertenecen al género policial, en su variante negra o thriller1. Desde el punto de vista temático,

las obras ficcionalizan la figura del periodista – respectivamente el personaje de Oscar Fate, la Periodista de la Nota Roja y Daniela Real –, trabajando mucho sobre la dimensión de lo indecible, de la política de la voz y del cuerpo. Un cuerpo víctima y violado – sobre el que se desvelan los impulsos que Glen S. Close ha denominado “necropornografía” (2016)2 – pero también un cuerpo vivo,

cuya agencia y resistencia se configura como inherentemente política. Las figuras simbólicas reconstruidas por estos autores engendran un discurso urgente sobre la responsabilidad conjunta de literatura y periodismo con respecto a la representación del fenómeno del narco y de sus efectos sociales.

1 Con respecto a esto, Glen S. Close especifica que la novela sobre el narco se configura como una

variante de la novela negra, la cual ha representado uno de los géneros más relevantes del Post-Boom latinoamericano (2014, p. 392).

2 En su ensayo, Glen S. Close (2016) demuestra en qué manera la narconovela, al adoptar la

fórmula de la novela negra, pone en escena un impulso que denomina “necropornográfico”. Éste se da a través de un encuentro entre la “vocación pornográfica” (ivi, p. 82) de la variante negra del policial y la tematización de la violencia extrema como pasa, por ejemplo, en las producciones

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Ahora bien, hablar de la relación entre realidad y ficción, o entre crónica y narración, en Latinoamérica resulta casi tautológico si consideramos los orígenes mismos de la literatura en prosa en todo el continente (González Echevarría, 1990), el papel fundamental desempeñado por la crónica modernista (Rotker, 1992) o, sobre todo en México, por el periodismo crítico post ’68 (Monsiváis, 1980). Sin embargo, cuando lo que se discute es la representación del fenómeno del narco en la literatura y los efectos de su violencia, analizar los modos de esta interacción a través de la ficcionalización del periodista resulta tajante por varias razones. En primer lugar, por el papel fundamental que el oficio del periodista desempeña en la sociedad, en tanto voz crítica y también develadora de verdades incómodas. En segundo lugar, en el caso más específico de México, por el estado de fuerte vulnerabilidad física y psicológica que sufren muchos periodistas de investigación. Varias veces la UNESCO, junto a muchas otras asociaciones, ha denunciado a México como uno de los países más peligrosos del mundo con respecto al ejercicio del periodismo. El último informe del 19 de noviembre de 2019, titulado Intensified attacks, new defences, aclara que en los últimos años el asesinato de periodistas en el mundo ha crecido del 18%, un aumento que ha interesado sobre todo a México. Asimismo, en febrero de 2019 la Comisión Nacional de Derechos Humanos de México (CNDH) ha denunciado que desde el año 2000 en México hubo al menos 144 periodistas asesinatos. Baste con recordar, entre otros, el vil asesinato del periodista y escritor Javier Valdés Cárdenas, ocurrido en 2017. En su Narcoperiodismo (2016), texto que ilumina todas las contradictorias relaciones entre el poder y el ejercicio del periodismo en el contexto del narcotráfico, el periodista escribía:

El gran pecado, el imperdonable delito, escribir sobre los dolorosos acontecimientos que sacuden a nuestro país. Denunciar los malos manejos del erario, las alianzas entre narcos y mandatarios, fotografiar el momento exacto de la represión, darles voz a las víctimas, a los inconformes, a los lastimados. El gran error, vivir en México y ser periodista (ivi, p. 10).

En el caso específico de la narcocultura, el periodismo – sobre todo el periodismo narrativo, como subraya Zavala (2018) – ha desempeñado un papel central en la construcción del imaginario colectivo sobre el narcotráfico, gracias al vínculo estrecho tanto como problemático que se encuentra entre realidad y representación. Según explica el crítico italiano Alberto Papuzzi (2003) la imagen clásica del periodista, hoy en día todavía muy difusa, es la de paladino de la verdad. Sin embargo, en los albores del siglo XXI, después de haber enfrentado la crisis de las grandes narraciones (Lyotard, 1979) o la teorización del efecto de

realidad (Barthes, 1968) ya podemos dar por sentado que también la verdad

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que existen las noticias (Papuzzi, 2003). Si podemos concordar con el hecho de que hay una dimensión dura de la existencia que no podemos evadir, algo pasa cuando la categoría de realidad se encuentra con otra dimensión profundamente existencial del ser humano, o sea el discurso. Esto de encajar la realidad en un discurso a través del lenguaje es tanto tarea del novelista como del periodista. El juego se encuentra precisamente en el pasaje desde lo que podemos ver a lo que podemos decir. Todo esto se relaciona con el hecho de que los periodistas también, como los intelectuales y los escritores, siempre operan al interior de circuitos de poder que moldean el discurso dentro del que se encaja la realidad. En el caso de México, el periodismo narrativo es uno de los modos privilegiados de la representación de la violencia actual (Zavala, 2018, p. 47) y por ende “se asume como el acceso material a lo real del narco que aparece en las simbolizaciones de novelistas, músicos, cineastas y artistas conceptuales” (ibidem). Con respecto al tema del narco, en el pasaje entre el periodismo y la ficción, la problematicidad de la relación entre realidad y representación adquiere un valor esencial. José Luis Arriaga Ornelas y Rodrigo Marcial Jiménez (2018) han recientemente demostrado como, en el periodismo mexicano, la construcción representativa del fenómeno del narco se ha dado a través de una metafórica epigénesis: “los periodistas comenzaron a escribir sobre algunos casos específicos de obligada notoriedad y, jalando el hilo, fueron encontrando las hebras de las que hoy está hecha la tela que día a día cortan los periodistas del narco” (ivi, p. 20).

Si la relación que se establece entre periodismo y narrativa sobre el narco es inevitable, un análisis de la figura del periodista en la literatura resulta interesante al fin de formular un discurso metanarrativo, vuelto a declinar políticamente la problematización de la responsabilidad de la escritura con respecto a la representación de los efectos del narco en la sociedad. En una reciente entrevista en línea (Alicino, 2019), el periodista Federico Mastrogiovanni, autor de Ni vivos ni muertos (2014), explica que en México existen varios niveles de producción periodística de tipo investigativo: las producciones de los periodistas que tienen acceso a medios muy destacados y los demás periodistas, que operan más bien en la dimensión local. Cuando se produce periodismo narrativo, Mastrogiovanni asevera que puede existir una apropiación del discurso de otros que corre el riesgo de mitificar la imagen del periodista víctima y en peligro constante a todos los niveles de la cadena. Con respecto a esto, la periodista argentina Leila Guerriero, en su Zona de obras (2014), ha proporcionado una interesante deconstrucción del imaginario colectivo sobre el periodismo narrativo, afirmando que “todos queremos ser periodistas narrativos, como si […] fuera una instancia superior […] algo mejor […] que ser periodistas a secas. El efecto colateral es que, en nombre del periodismo narrativo, se publican textos

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que dicen ser lo que no son y pretenden ser lo que nunca serán” (ivi, p.45). Si declinamos estos aspectos en el ámbito mexicano de la producción cultural sobre el narco, la ficcionalización del periodista que se opera en el espacio literario resulta sugestiva, porque ayuda a poner de relieve las contradicciones de su oficio, así como las armas muy dúctiles con las que actúa, o no actúa, ética y políticamente. Aunque el de la literatura puede representar un espacio protegido, en contraposición a la dimensión real de asedio que vive el periodista de investigación en México, las narrativas que nos disponemos a analizar no son inocuas, porque trabajan justamente a través de una desmitificación y deconstrucción de su figura, iluminando otra gran dimensión que amenaza constantemente nuestra realidad o sea lo Real.

Oscar Fate o el cuerpo imposible del narco

¿Es la literatura una práctica intelectual privilegiada capaz de crear un discurso performativo y a la vez político?

Oswaldo Zavala, 2018

En la narrativa sobre el narco, uno de los ejemplos más emblemáticos de la estrecha relación entre crónica y ficción acaso está representada por la que se establece entre la obra de no ficción Huesos en el desierto de Sergio González Rodríguez (2002) y La parte de los crímenes, el cuarto capítulo de 2666 de Roberto Bolaño (2003). Una interacción de tipo intertextual que va desde el aspecto temático, relativo a los feminicidios ocurridos en Ciudad Juárez entre 1993 y 2002, al aspecto más estrictamente formal. Como evidencia el estudio de Dunia Gras Miravet (2013), La parte de los crímenes mantiene diversas relaciones con todo el texto de González Rodríguez, pero sobre todo con el capítulo “La vida inconclusa”, donde el periodista mexicano proporciona el terrible elenco de los cuerpos de mujeres encontradas muertas en Ciudad Juárez. Se trata de un larguísimo elenco hacia atrás en el tiempo en que González Rodríguez indica, una por una, las fechas del hallazgo de los cadáveres, los nombres de las mujeres cuando se saben, las causas de las muertes y el presunto culpable, si se conoce. La

parte de los crímenes se presenta formalmente casi como una amplificación de este

capítulo, según la categorización propuesta por Genette (1982). Bolaño utiliza los detalles reales del elenco proporcionado por González Rodríguez, añadiéndole otros inventados y componiendo una historia novelada de los femicidios. Todos los nombres de las mujeres en la obra de Bolaño no corresponden con los que encontramos en la obra de González Rodríguez, mientras que las descripciones

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de los hallazgos de los cadáveres y de las causas de las muertes corresponden a las verdaderas.

A lo largo de toda la novela, se va construyendo una compleja relación entre el referente real y el referente literario. Al principio de La parte de los

crímenes, hay solo algunos indicios que hacen referencia directamente al referente

real. Es sabido que, en un pueblo de la frontera norte de México, Santa Teresa, se perpetran feroces asesinatos seriales de mujeres y niñas de todas las extracciones sociales. A lo largo de la primera parte del capítulo, Bolaño juega perversamente con estos detalles reales e inventados, con el fin de darle un rostro, una identidad a las víctimas olvidadas e irreconocibles. La referencia a los acontecimientos reales permanece como una alusión, hasta que Bolaño introduce en la trama el periodista Sergio González. Se trata de un periodista de la Ciudad de México que trabaja en el periódico La Razón y es fácil individuar una conexión con Sergio González Rodríguez. Pese a esto, la introducción de este personaje asume un significado mucho más complejo del simple homenaje, porque Bolaño está también indicando el referente documental que constituye el hipotexto de La

parte de los crímenes. Llegado a este punto de la historia, el lector es embestido por

la violencia a través de la que el mundo ficticio de la novela choca con el mundo real. Sin embargo, la pregunta es ¿de qué tipo de violencia estamos hablando?

Para comprender el papel que juega la ficcionalización del periodista en

2666, cabe detenerse un momento en la interesante lectura de Oswaldo Zavala

con respecto a la representación de la violencia en la obra de Sergio González Rodríguez. El crítico mexicano considera que en Huesos en el desierto la violencia se configura como un “significante vacío”, como si fuera un “objeto cultural más esperando un dilatado comentario hermenéutico” (Zavala, 2018, p. 61). Este aspecto es el resultado también de la elección del medio por parte de González Rodríguez, o sea el ensayo cultural. En éste, el periodista mexicano inevitablemente tiene que renunciar “a examinar la violencia en su inmediatez histórica y política” (ibidem). De hecho, señala otra vez Zavala, González Rodríguez insiste en la presencia del “mayor asesino serial de la historia mundial” protegido por las instituciones (ivi, p. 184). Se trata de un tipo de narración que es común a diversas obras, cuya contradicción es la asunción de un mito que “radicaliza la violencia de género en la ciudad” (ibidem). El peligro que proviene de esta despolitizada lectura cultural está bien verbalizado por Bolaño, en su fundamental referencia a la función de la crónica:

A veces, pensaba [Sergio González], ser periodista cultural, en México, era lo mismo que ser periodista de policiales. Y ser periodista de nota roja era lo mismo que trabajar en la sección de cultura, aunque para los periodistas de policiales todos los periodistas culturales eran putos (periodistas «pulturales», los

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llamaban), y para los periodistas culturales todos los de la nota roja eran perdedores natos (Bolaño, 2003, p. 581).

En su reciente estudio titulado 2666. En búsqueda de una totalidad perdida, Pedro Salas Camus (2018) indica que Bolaño proyecta en el periodismo un “deber ser […] ligado íntimamente a la búsqueda de la justicia social y a la defensa del menos privilegiado” (ivi, p. 132). En el ámbito del reconocido “compromiso ético que caracteriza la obra de Bolaño” (Noguerol Jiménez, 2017, p. 30), el papel de la nota roja, junto a la literatura y a la cultura en general, sería escribir crímenes normalmente no escribibles. Sin embargo, este intento por dar forma a la realidad en Bolaño “requiere urgentemente de un metarrelato” (Salas Camus, 2018, p. 132). De hecho, la estructura de la crónica de González Rodríguez retomada por Bolaño viene a configurarse como una clave de escritura y de interpretación, que se expande justamente a la dimensión metanarrativa del texto.

Según subraya Cathy Fourez (2006), la nota roja representa un barómetro tanto optimista como pesimista de la sociedad. Bolaño usa este barómetro desde el punto de vista temático y estructural, para mostrar las contradicciones que se producen en el espacio literario: los datos ficticios son extremadamente verosímiles, los reales son horrendamente imposibles. Se trata de una aporía que está muy bien representada por otro periodista de 2666, o sea Oscar Fate, el estadounidense de origen africana protagonista también del tercer capítulo de la obra, La parte de Fate. El periodista llega a Santa Teresa para seguir un encuentro de box y se topa con el caso de los feminicidios, del narco y de la corrupción de las instituciones. Según interpreta Zavala (2018), Fate encarna todo el problema político de la representación del narco a través de su imposibilidad de entender la dimensión sistémica de los feminicidios de Santa Teresa (ivi, p. 163). Aunque haya un “paulatino proceso de concientización” (Salas Camus, 2018, p. 132) de Fate con respecto a la violencia que lo rodea en Santa Teresa, todas sus acciones son fortuitas, también la de salvar la vida de Rosa Amalfitano (Zavala, 2018, p. 163). El periodista actúa performativamente pero sin una verdadera consciencia política (ibidem). En el pasaje en que Fate decide que es tiempo de investigar sobre los feminicidios de Santa Teresa y lo comunica a su jefe, podemos leer:

Cuando su jefe de sección se puso al teléfono Fate le explicó lo que estaba sucediendo en Santa Teresa. Fue una explicación sucinta de su reportaje. […] – Oscar – le dijo el jefe de sección –, estás allí para cubrir un jodido combate de box.

– Esto es superior – dijo Fate –, la pelea es una anécdota, lo que te estoy proponiendo es muchas cosas más.

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– Un retrato del mundo industrial en el Tercer Mundo – dijo Fate –, un

aide-mémoir de la situación actual de México, una panorámica de la frontera, un relato

policial de primera magnitud, joder (Bolaño, 2003, pp. 372-373).

Por supuesto, hay una intención de desobediencia civil por parte del Fate periodista, pero que se vincula, muy emblemáticamente con la dimensión de la construcción argumentativa de la realidad. Es aquí donde toma importancia el policial en tanto forma estética fundamental de “organización del relato” (Pezzè, 2017). Entre la descripción de los hallazgos de los cuerpos de mujer, Bolaño introduce la trama policial, en la que varios exponentes del cuerpo de policía se persiguen uno a otro sin nunca llegar a una solución. Un sucederse de chantajes, homicidios y falsos sospechosos que construyen un mundo casi surreal.

Junto a la vertiente antidetectivesca del género policial (Spanos, 1972), el uso que Bolaño hace del enigma mueve a la dimensión de lo indecible y de lo ominoso, la cual tiene la función de verbalizar justamente la imposibilidad de Fate por entender lo que realmente pasa en Santa Teresa. Esta imposibilidad de entendimiento acaso no es el fruto de la supuesta existencia de un mal absoluto, al cual el título 2666 se podría referir como un guiño irónico más bien que como una epifánica desvelación, sino de construcciones culturales, de una representación mitológica del “rostro inexistente del narco” (Zavala, 2018, p. 158). Bolaño verbaliza perfectamente esta postura con una poderosa técnica narratológica, o sea la mîse en abyme. La escena de Fate que, en el cine en que iba en su adolescencia, mira una narcopelícula poco antes de irse a Santa Teresa es emblemática en este sentido:

Permaneció sentado en la butaca durante una sola escena. Un tipo blanco era detenido por tres policías negros. Los policías no lo llevan a una comisaría sino a un aeródromo. Allí el tipo detenido ve al jefe de los policías, que también es negro. El tipo es bastante listo y no tarda en comprender que son agentes de la DEA. Con sobrentendidos y silencios elocuentes, llegan a una especie de trato. Mientras hablan, el tipo se asoma a una ventana. Ve la pista de aterrizaje y una avioneta Cessna que carretea hacia un lado de la pista. De la avioneta sacan un cargamento de cocaína. El que abre las cajas y extrae los ladrillos es negro. Junto a él hay otro negro que va tirando la droga en el interior de un barril con fuego, como los que usan los sin casa para calentarse durante las noches de invierno. Pero estos policías negros no son mendigos sino agentes de la DEA, bien vestidos, funcionarios del gobierno. El tipo deja de mirar por la ventana y le hace notar al jefe que todos sus hombres son negros. Están más motivados, dice el jefe. Y después dice: ahora puedes largarte. Cuando el tipo se va el jefe sonríe pero la sonrisa no tarda en convertirse en una mueca (Bolaño, 2003, p. 302).

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Fate entra en el cine cuando la película ya está a punto de terminar y, sin embargo, es perfectamente capaz de interpretar los signos de la cultura que Estados Unidos ha creado alrededor del narco. Está aquí la marca metanarrativa de lo que luego será el punto central de La parte de los crímenes, o sea el reposicionamiento del “Estado como el significante central del narcotráfico” (Zavala, 2018, p. 162) a través del que Bolaño “descubre el narco […] siempre

adentro de las estructuras del Estado” (ibidem). Todo esto es el resultado de un

complejo discurso teórico, que llama en causa también los modos de la escritura. Si el periodismo proporciona los detalles precisos de los hechos conocidos, la crónica de González Rodríguez amplía los detalles no escribibles, los habita y los interpreta, mientras que el policial de Bolaño los socava, los fuerza y los desplaza de la realidad a la ficción, donde la amenaza al lector está constantemente representada por la presencia siniestra y obsesiva del referente extratextual.

¿Dónde se queda, entonces, en este juego perverso, lo político? Se queda probablemente en la acción del único actor que atraviesa las tres dimensiones del periodismo, de la crónica y de la literatura, o sea el cuerpo. Desde Foucault hasta las teorizaciones feministas, ya sabemos que en la era contemporánea el cuerpo ha dejado de representar una imagen de estabilidad y certeza, para volverse un lugar de inestabilidad que adquiere significado a través del lenguaje, o sea justamente de los discursos que lo representan (Vázquez-Medina, 2013). Con respecto a 2666, Andrea Pezzè indica muy emblemáticamente que los cuerpos de mujeres “son un sistema de signos cuya interpretación es lingüística en la biografía e icónica en las huellas que presenta cada cadáver. Sin embargo, pueden contar lo sucedido solo a través de signos icónicos que otros son llamados a interpretar” (Pezzè, 2017, p. 189). El papel que estos cuerpos juegan al interior de un archivo, pero sin la dimensión testimonial (ibidem), los vuelve cadáveres poderosos que, junto a todos los demás cuerpos de la novela, “manifiestan las ataduras de la vida biológica con la productividad económica” (ivi, p. 191), o sea que son cuerpos inherentemente políticos.

Justamente a través de la actuación del cuerpo, Bolaño logra destruir el discurso oficial del binomio entre víctima-Estado y carnífice-narco. Es una mujer, Rosa Méndez, en La parte de Fate, quien nos da la medida de cómo se disuelve este binomio, explicándolo a Rosa Amalfitano. Vale la pena mencionar el largo pasaje:

Un día Rosa Méndez le contó a Rosa Amalfitano lo que se sentía al hacer el amor con un policía.

–Es lo máximo –le dijo.

–¿Por qué, cuál es la diferencia? –quiso saber su amiga.

–Pues no sabría explicártelo muy bien, mana –dijo Rosa Méndez–, pero es como coger con un hombre que no es del todo un hombre. Es como volver a ser niña,

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¿me entiendes? Es como si te cogiera una roca. Una montaña. Tú sabes que vas a estar allí, arrodillada, hasta que la montaña diga ya está. Y que vas a quedar llena.

–¿Llena de qué? –le preguntó Rosa Amalfitano–, ¿llena de semen?

–No, mana, no seas lépera, llena de otra cosa, es como si te cogiera una montaña pero como si te cogiera dentro de una gruta, ¿me entiendes? […]

–¿Quieres que te cuente otra cosa? –A ver –dijo Rosa Amalfitano.

–Yo he follado con narcos. Te lo juro. ¿Quieres saber qué se siente? Pues se siente como si te cogiera el aire. Ni más ni menos, el mero aire.

–O sea que follar con un policía es como si te cogiera una montaña y coger con un narco es como si te follara el aire.

–Sí –dijo Rosa Méndez–, pero no el aire que respiramos ni el que sentimos cuando vamos por la calle, sino el aire del desierto, un temporal de aire, que no tiene el mismo sabor que el aire de aquí, ni tampoco huele a naturaleza, a campo, sino que huele a lo que huele, un olor propio que no se puede explicar, simplemente es aire, puro aire, tanto aire que a veces te cuesta respirar y crees que vas a morir ahogada.

–O sea –concluyó Rosa Amalfitano–, que si te folla un policía es como si te follara una montaña dentro de la misma montaña, y que si te folla un narco es como si te follara el aire en el desierto.

–Simón, mana, si te coge un narco siempre es a la intemperie (Bolaño, 2003, pp. 414-415).

Rosa Méndez proporciona exactamente la dimensión simbólica del cuerpo político del Estado – o sea un ser humano que no parece ser humano, una montaña que, a pesar de su estructura del poder piramidal, “te folla” en una gruta, dentro de su sistema – y el cuerpo evanescente del narco que, como la falta de su rostro (Zavala, 2018), no es que aire y siempre “te folla” afuera, a la intemperie. Lo percibes, pero no lo ves. Aquí se encuentra la perfecta inversión y la problematización del papel de víctima del narcotráfico, que el Estado se ha venido construyendo a lo largo de los último dos siglos. La acción política de Fate debería ser la del “otro” mencionado por Pezzè (2017, p. 189), o sea leer el cuerpo archivo de la violencia de Santa Teresa (ibidem). Sin embargo, Fate no puede hacer otra cosa sino experimentar su falta de interpretabilidad de la realidad, o sea “la dramática imposibilidad de observar lo real del narco” (Zavala, 2018, p. 166). Aquí resulta contundente otra pregunta postulada por Zavala: “¿qué ocurre con esos personajes que sí comprenden las redes de criminalidad y del poder? ¿Qué ocurre cuando la intervención se vuelve deliberadamente política?” (ivi, p. 164). Intentar responder a esta pregunta nos lleva al análisis de la segunda novela de este corpus, La muerte me da de Cristina Rivera Garza.

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La Periodista de La Nota Roja o lo real de la voz

La muerte no es una cifra, es un límite real, una dimensión matérica, un olor. Y su expansión desmedida nos contamina.

Ileana Diéguez, 2012

La muerte me da de Cristina Rivera Garza (2007) es una novela que

pertenece al género negro. Narra las vicisitudes de una detective que intenta resolver, junto a su asistente Valerio, un caso de homicidios seriales perpetrados en contra de cuatro hombres, cuyos cuerpos se encuentran castrados en la vía pública de una ciudad que nunca se menciona. El primer cadáver es encontrado por una profesora universitaria que se llama Cristina Rivera Garza y que, desde aquel momento, se volverá “la Informante”. En la trama interviene también una periodista, cuyo nombre es La Periodista de La Nota Roja. La firma del asesino o de la asesina está constituida por una serie de versos de la poeta argentina Alejandra Pizarnik, dejados junto a los cadáveres mutilados. Sin embargo, se trata de una obra sui generis, puesto que la autora trasciende completamente las reglas del género negro.

Desde el punto de vista estético, La muerte me da se construye sobre una densa red de relaciones intertextuales, tanto con la obra de Alejandra Pizarnik como con Gulliver’s Travels de Jonathan Swift. Estas relaciones ofuscan la trama serial, haciendo que el lector se mueva constantemente entre la dimensión fantástica y la realidad. La novela está llena de situaciones casi surreales, como muestra por ejemplo la presencia de Grildrig – uno de los nombres con los que se define al doctor Gulliver en la obra de Swift – que en la novela de Rivera Garza se llama también la Mujer Increíblemente Pequeña. Encontramos la descripción de la violencia exacerbada y callejera del México contemporáneo, que se expresa en la brutal descripción de los cuerpos desmembrados. Está presente también la dimensión criminológica ya que la autora construye la psicología del asesino, o de la asesina, que comunica a través de mensajes anónimos con la Informante. Hay, sin embargo, también un intento de alejarse de la dimensión mimético-realista de la tradición negra, introduciendo el nivel de lectura metanarrativo y la trama fantástica, cuyo papel es precisamente subvertir la tendencia naturalizadora de los signos de la cultura (Alicino, 2014). Estas transgresiones genéricas hacen que también esta novela, como la de Bolaño, pertenezca a la categoría de la antidetective fiction teorizada por Spanos (1972) o del policial metafísico, en la categorización proporcionada por Francisca Noguerol Jiménez (2009).

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Desde un punto de vista meramente metodológico, la introducción de La

muerte me da en este corpus resulta bastante singular, al ser ésta una novela que no

presenta al narco ni como protagonista, ni como escenario de fondo. De hecho, la palabra narco no está siquiera presente a lo largo de todo el texto. Sin embargo, según ha indicado Glen S. Close (2014), aunque la novela no se relaciona directamente con la escalada de violencia que México ha conocido en el sexenio de Calderón, en la mal llamada guerra contra el narco, el año de su publicación y su fruición3 coinciden con la escalada de la recepción de la violencia extrema,

derivada de las políticas de dicho sexenio. Rivera Garza elije una dimensión metanarrativa en que el papel jugado por La Periodista de La Nota Roja – personaje que parece secundario, pero que al final del libro desvela toda su devastaste omnipresencia – es fundamental para abrir una discusión teórica acerca de la responsabilidad de arte y periodismo en el contexto de la violencia, así como de la narcoviolencia en particular. Con respecto a esto, La muerte me da no se centra solo en el efecto de la violencia, en los cuerpos destrozados en la calle, sino que ilumina brutalmente también el proceso. Y es justamente aquí, en el “proceso de trituración” (Rivera Garza, 2007, p. 341) de los cuerpos, que coincide con el proceso de trituración del texto, donde encontramos la llave de la posibilidad o imposibilidad de decir el horror. De acuerdo con lo que plantea Rémon-Raillard acerca de la narrativa de Yuri Herrera – autor que opta por la categoría narrativa de la alegoría sin citar expresamente la frontera o el narcotráfico –, lo que nos interesa es entrar en los intersticios de la “relación entre arte y poder” (2016b, p. 186). En el caso de las producciones culturales sobre el narco, dicha relación entre arte y poder se vincula también a la que se da entre arte y violencia, cuyas huellas representan casi un “tópico en el arte mexicano” (ibidem). A esto se le añade la que Fuentes define una sorprendente presencia de figuras “vinculad[a]s al mundo de las letras” en la narrativa sobre el narco (Fuentes, 2016, p. 224). También La muerte me da propone un discurso que forma parte de estas preocupaciones y que vale la pena abordar, desde la dimensión de la ficcionalización de La Periodista de la Nota Roja.

La primera aparición de la periodista se da cuando la mujer llega a la oficina de Cristina Rivera Garza, profesora de literatura en la universidad. Muchos capítulos después, hay también un encuentro entre La Periodista de la Nota Roja y la Detective. Lo que sabemos de la periodista está, entonces, filtrado por los ojos de las dos mujeres. En la percepción de la Informante leemos:

De grandes ojos cafés, con las manos ajadas por labores sin identificar pero claramente no intelectuales, la mujer de cabello lacio y pantalones de mezclilla tomó asiento frente a mi escritorio antes de pasar a explicar, con suma timidez,

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con algo de evidente vergüenza, que ella era en realidad una periodista. –¿En realidad? –le pregunté sin poder evitar el sarcasmo. –Tengo que aclararlo siempre porque como estoy asignada a la Nota Roja la gente piensa que no tengo estudios. (Rivera Garza, 2007, p. 50)

Mientras que en la percepción de la Detective leemos:

La Detective piensa que, bajo el fulgor de la luz artificial, la mujer que tiene frente a sí le parece inverosímil, más una caricatura que un ser humano. Más un bosquejo que una mujer. Acaso por eso la ve y la deja de ver, intermitente. Hojas tamaño carta entre sus manos. Reloj de pulsera. La gente que camina del otro lado de la pared blanca. La mirada puesta sobre todo eso (ivi, p. 173).

En las dos descripciones, tanto la Informante como la Detective emblemáticamente coinciden en percibir una naturaleza evanescente de la periodista, un desfase entre su esencia y su presencia casi fantasmática. Esta verbalización por supuesto pone cuestiones contundentes acerca de la relación entre crónica y narración, así como de la representación de la realidad en el medio escrito. Si en 2666 lo que se desvanece es el cuerpo del narco, en contraposición a la persistencia montañosa y omnipresente del Estado, aquí a desvanecerse es también el cuerpo del periodismo. Lo que la Periodista de la Nota Roja representa y personifica es la distinción entre la realidad y lo que, desde Lacan, nos hemos acostumbrado a llamar lo Real (Lacan, 1978). Según señalamos en la introducción, el desfase entre la realidad y su representación se encuentra en la base tanto del discurso periodístico, sobre todo del periodismo narrativo, como del discurso literario. La Periodista de la Nota Roja parece estar consciente de esto, puesto que repite constantemente las palabras “en realidad”. Asimismo, tiene muy bien claro que lo que va a producir, a partir de sus investigaciones, no es una pieza periodística sino “[u]n libro. […] Para mí […] no para el periódico” (ivi, p. 51).

La pregunta es ¿cuál es la naturaleza de este desfase y cómo se vincula con los actores de esta historia de violencia? Desde el punto de vista teórico, Rivera Garza se enfrenta a la cuestión de la representación de la realidad en el ensayo

Los muertos indóciles (2013). Aquí considera que, en un mundo como el

contemporáneo, el mundo postindustrial, en donde las formas de la sospecha han puesto en tela de juicio la posibilidad misma de lo real, resulta “extremadamente fácil y probablemente debido atacar a las formas de realismo que se basan en una concepción rígida y transparente de la representación” (ivi, p. 107). Sin embargo, hay otras narraciones que han puesto en tela de juicio la noción de realismo, entregando escrituras que parten de la evidencia más exasperante, para luego desplazarse al mundo de la incertidumbre. Rivera Garza

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define este tipo de realismo como un realismo-problema (ivi, p. 108). Según la autora, se trata de narraciones que cuentan lo real no con base en lo que ha sucedido realmente, sino con base en lo que se ha quedado atrás. Son narraciones de emergencia que se desarrollan detrás de un objetivo, que amenaza constantemente al sujeto de la representación y al sujeto representante con la luz cegadora del flash (ivi, p. 109). La bombilla que ilumina un espacio de realidad es también la marca de la suspensión de la realidad tal como es.

Cuando en el centro de la narración se coloca al cuerpo como actor, en su representación vibra fuerte el trauma que es la huella de un evento que se deposita en el cuerpo justamente porque no ha podido ser acogido en el lenguaje (Giglioli, 2011). Dar evidencia de esta imposibilidad, no vacilar frente a la ambigüedad del discurso es una de las llaves de la acción política tanto de la literatura como del periodismo narrativo en la sociedad. El objeto que produce esta imposibilidad es acaso el más obvio y no considerado, o sea la voz. De hecho, es emblemático que, en la descripción de la Periodista de la Nota Roja, la Informante perciba “un notorio desfase entre las palabras y la voz que las enunciaba” (Rivera Garza, 2007, p. 51). Un desfase que no deja inmune también a la Detective, que es aquí la única representante del Estado. Cuando le pregunta a La Periodista de la Nota Roja a quién le interesaría buscar el culpable de los asesinatos, la Detective “se pregunta si es ésa, en verdad, su voz. Si es ella la que, en realidad, está diciendo lo que se oye decir.” (ivi, p. 174). La ambigüedad de la voz es un punto fundamental que nos acerca al análisis de lo político del discurso.

En su estudio sobre la naturaleza ontológica de la voz en tanto objeto, Mladen Dolar (2007) demuestra su carácter ambiguo y problemático, pero sobre todo no logocéntrico. La voz en tanto objeto tiende constantemente al significado, pero se encuentra siempre en tensión con la verdad de la cosa en sí, que no puede ser alcanzada ni dicha, como nos ha demostrado Lacan (ivi, p. 129). Esta división y tensión se vuelve, a nivel lingüístico, la distinción entre sentido y significado. Hay, entonces, dos dimensiones divergentes de la voz: una que tiende a la significación y una que resiste al obstáculo del significado, que no se puede decir. Moviéndonos desde la dimensión lingüística a la política de la voz, según Dolar la institución misma de lo político depende de la división intrínseca de la voz en tanto mera voz, habla y voz inteligible (ibidem).

Si la mera voz es la que básicamente nos diferencia de los animales, la que individua las necesidades más basilares, el habla es la que “manifiesta lo provechoso y lo nocivo, y en consecuencia lo justo y lo injusto, el bien y el mal”, o sea que introduce un criterio de juicio (ivi, p. 130). A la base de esta tensión se encuentra precisamente la distinción entre zoe, la nuda vida, y bios, la vida en la comunidad, o sea la vida política. Dolar, entonces, establece la relación entre el

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binomio phoné/logos y zoe/bios, para luego subrayar que, si la zoe persiste en lo social, “la mera voz persiste en el habla posibilitándolo y a la vez recorriéndolo fantasmalmente con la imposibilidad de simbolizarlo” (ivi, p. 131). El resultado de todo esto es que el estatuto ontológico de la voz se encuentra en el vacío que ella representa, en la intersección entre phoné y logos y entre zoe y bios. Muy emblemáticamente, en la obra de Rivera Garza, la voz que cumple con esa ambigüedad de fondo es la voz del poder estatal, representado por la Detective, y la voz de la Periodista de la Nota Roja, exponente de lo que también se ha denominado cuarto poder. Parecería que a la base de toda la violencia exacerbada que hay en La muerte me da se encuentre precisamente esta ambivalencia de la voz, como nos demuestra la constante referencia metatextual a la pregunta pizarnikiana “¿Por qué no preguntar quién carajo habla?”, que se repite varias veces a lo largo de toda la novela. Si la voz es central y ambivalente, entonces el pasaje desde la voz al logos es un pasaje político.

La Periodista de la Nota Roja recoge este pasaje cuando intenta dar forma a la realidad que la rodea a través del discurso escrito, de la letra, con la producción de un libro. Sin embargo, en el anhelo desesperado a la prosa, que representa acaso la madre de todo realismo, lo que La Periodista de la Nota Roja es capaz de producir no es que poesía4. En la penúltima sección de la novela, el

editor Santiago Matías de la editorial Bonobos recibe con inmensa sorpresa el manuscrito La muerte me da. La firma del autor corresponde con una persona inexistente, Anne-Marie Bianco. El manuscrito es un poemario constituido con algunas de las frases que el lector ha encontrado en la novela. La Informante, quien recibe también la obra, sabe que la autora es La Periodista de la Nota Roja, que al final se vuelve, muy emblemáticamente, la culpable más probable de los homicidios seriales:

–Descríbela otra vez, por favor –me pidió [la Detective]. Ya había tomado una pluma y una servilleta cuando dijo:

–Siempre me pareció un bosquejo, la preparación para algo que podía llegar a ser una mujer –era obvio que la recordaba–. Una caricatura tensa. Los planos de una casa a punto de ser construida o de caer.

La interrumpí. Lo que dije como en un trance fue:

–Tímida. Apocada. Repetía continuamente las palabras «en realidad», como si temiera no ser convincente de otra manera, como si tuviera necesidad de serlo. Eso. Convincente. Pelo lacio. Orzuela –continué–. Una cierta joroba en la espalda.

4 El anhelo desesperado a la prosa está verbalizado también desde una compleja perspectiva

metanarrativa. De hecho, justo a la mitad de la novela, Rivera Garza inserta un ensayo de su autoría en que analiza los diarios de Alejandra Pizarnik (Rivera Graza, 2007, pp. 177-205). Aquí, se discute justamente lo que para Pizarnik significaba escribir en verso junto a su desperada imposibilidad de escribir en prosa.

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Un mundo ahí, sobre sus hombros. Testaruda. Incapaz de recibir un no como respuesta. Necia. Imposible que su nombre fuera en realidad Anne-Marie Bianco. Manos agrietadas por el trabajo –me detuve entonces. En seco. La miré–. Manos agrietadas por un trabajo que no era, a todas luces, el de reportera.

–Maldición –masculló La Detective […] (Rivera Garza, 2007, p. 343).

La poesía es la única forma a través de la cual La Periodista de la Nota Roja ha podido dar forma a la realidad que la rodea. Una poesía obscura, de palabras rotas, en donde la violencia y la muerte se mezclan con el erotismo y la imposibilidad también de constituir una identidad fija de género. En el poemario, se individúa expresamente la relación directa entre la periodista y la muerte en dos poemas que se titulan “La Periodista de la Nota Roja y la muerte: Una relación” (ivi, p. 313) y “La Periodista de la Nota Roja y la muerte: Otra relación” (ivi, p. 318). Así que, de repente, la periodista se vuelve autora y vehículo discursivo de la violencia, lo cual pone preguntas fundamentales acerca del papel jugado por la prensa en la construcción de su origen y evolución, también por lo que concierne a la cuestión de género. Según lo que sostiene Marius Littschwager (2011), en su estudio comparado sobre la representación de la violencia de género en 2666 y en La muerte me da, en una época en que la tragedia del asesinato serial de mujeres y niñas, y también la producción espectacular de cuerpos violentados, decapitados, castrados y desollados es una atroz normalidad cotidiana, pasar los límites genéricos, indagar su relación con respecto a si mismo y a la representación de la realidad, significa afrontar de frente la necesidad de explicar en qué modo esa misma realidad puede volverse el cementerio en el que vivimos. La poesía, o sea el arte, juega aquí un papel fundamental al representar la dimensión de vacío entre sentido y significado (Dolar, 2007).

Para acoger el trauma, el lenguaje mismo debe ser traumatizado y retorcido, violentado y abierto a nuevas posibilidades. Lo que La Periodista de la Nota Roja nos devuelve, a través de la poesía, es entonces un realismo-problema que abraza totalmente la definición de Real postulada por Jacques Lacan (1978). Si la realidad es lo que está fuera del sujeto y es permanente en la medida en que es independiente de su voluntad, lo Real es, en cambio, lo que asalta al sujeto y resiste a cualquier tipo de definición. Lo Real es un estado de emergencia, es el evento que despierta bruscamente al sujeto del sueño de la realidad permanente. Lo Real tiene “la naturaleza del evento y no del sentido”, o sea que es traumático porque no puede ser elaborado, simbolizado, es un hecho innominable (Giglioli, 2011, p. 17). Este vacío de sentido, esta imposibilidad de conocimiento es el hueco creado por la castración en La muerte me da. Ésta es la verbalización de un estado de emergencia, de algo que está ahí afuera, en los cuerpos que se arrojan

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eternamente por las calles de México, que resisten a ser dichos, pero que al mismo tiempo necesitan ser materializados. Esta necesidad es el llamado ético y político que engendra lo que Dolar llama la voz inteligible, que es la voz tácita e implícita que todo hombre escucha y que presupone una postura política, o sea que demanda un acto de subjetivación (2007, p. 147). La Periodista de la Nota Roja asume su vacío en tanto causa y vehículo de la violencia, mientras que el Estado ni siquiera responde:

Valerio habría recordado justo entonces su voz [de la Detective]. Su otra voz. La voz con la que se había dado por vencida. Antes, años atrás. La voz que le había anunciado lo obvio: que los niños y las mujeres y los hombres seguían muriendo. Seguirían muriendo. La voz con la que constataba un hecho. Una voz sin acento (Rivera Garza, 2007, p. 349).

Tanto la Detective como La Periodista de la Nota Roja representan el vacío constitutivo del sentido que se encuentra precisamente entre phoné y logos así como entre zoe y bios, con el resultado de no tener nombre, de no tener una identidad. Mientras que La Periodista de la Nota Roja asume este vacío y responde al llamado político de la voz inteligible, volviéndose culpable a través del discurso, la Detective, o sea el Estado, elige una actuación sin actuar, como muestran las palabras de su asistente Valerio en el pasaje precedente. Justo al final de la novela, el corto circuito creado por el discurso sobre el culpable de los asesinatos hace que se pierda completamente la distinción entre el polo positivo y negativo. La figura de un asesino o asesina serial, que parecía representar el centro de la novela, pierde totalmente su fuerza. Bajo esta perspectiva, lo que el proceso de trituración del cuerpo y del texto ilumina ya no es la narración oficial del asesino serial, sino la emblemática “relación sin entraña” (Rivera Garza, 2011, p. 55) que el Estado ha venido creando con sus ciudadanos, cuyas huellas se vislumbran en los cuerpos destrozados en la calle o en el “cuerpo de la mujer que cuelga del puente peatonal que va de la primera a la segunda década del siglo XXI” (ibidem).

Daniela Real o lo real del cuerpo

¿Es la nota roja una gran novela colectiva, con episodios culminantes como hitos de la pequeña historia?

Carlos Monsiváis, 1994

Diferentemente de la propuesta estética de Rivera Garza, que elige un análisis abiertamente metanarrativo y alegórico de la relación entre crónica y

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narración y entre arte y poder, en Todos los miedos Pedro Ángel Palou (2018) propende por una narración del suspenso que da un nombre y una realidad muy reconocible a los actores de su novela, haciendo hincapié en la dimensión emocional del lector, más bien que en la acción. La trama gira alrededor de dos historias complementarias y, sin embargo, casi paralelas. Por un lado, hay la historia de la periodista Daniela Real, quien está metida en la investigación de un caso de trata de jóvenes mujeres finalizada a la prostitución, en la que están implicados representantes del narco y del Estado. Entre ellos destaca Gerardo Careaga, “el subprocurador especial contra la delincuencia organizada” (ivi, p. 29). Daniela pasa la mayor parte de la novela a intentar salvarse de los ataques físicos y psicológicos que quieren silenciarla, con el fin de lograr publicar sus investigaciones. Por el otro lado, se desarrolla la historia de Fausto Letona, expolicía con cáncer en fase terminal e hijo de un general corrupto. Letona opera en la novela como un justiciero independiente – una realidad en el México contemporáneo, como asevera el autor mismo (Aranda, 2018) –, cuyo objetivo es salvar la vida de Daniela Real sin que ella se dé cuenta.

En su trayectoria artística, Palou se ha dedicado mucho a la novela histórica, indagando luces y sombras de los personajes más ambiguos del pasado mexicano, a través de un uso peculiar de la relación entre documento y ficción5.

En el caso de Todos los miedos, el intento del autor es producir una obra del presente. En sus palabras: “escribir una novela muy contemporánea, y prácticamente documental, sobre todo lo que ha ocurrido en la Ciudad de México con respecto a la violencia” (ibidem). Tanto la forma del texto, como la forma del contenido contribuyen a engendrar una discusión urgente acerca de cómo narrar nuestro presente sin caer en el peligro de la reificación y, posiblemente, cómo sobrevivir en este escenario. Asimismo, se amplía el discurso sobre la relación entre escritura y poder en un entorno necropolítico (Mbembe, 2003), como es el de México, en que hay que actuar políticamente a pesar del miedo, acaso el verdadero protagonista de toda la novela. Un miedo que muchas veces no es específico, sino relativo a un estado de excepción permanente en el que parece vivir el México contemporáneo. Un miedo que es, de hecho, “todos los miedos”. En su ensayo sobre el cuerpo roto, Ileana Diéguez asevera que “el miedo se ha vuelto nuestro más cercano compañero, porque tanto se ha dispersado y expandido hasta volverse la niebla que nos ronda, hasta habituarnos a vivir con ella” (Diéguez, 2012, p. 1). No es tarea fácil en México actuar políticamente con las armas de la palabra, si consideramos la histórica y muy compleja relación que la que Ángel Rama definía Ciudad Letrada (1984) ha

5 Se consideren, entre otras, obras como Zapata (2006), Pobre patria mía. La novela de Porfirio Díaz

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tenido con el poder. El mismo Palou indica que, desde la revolución institucional, el Estado

conformó un sistema de privilegios para la intelectualidad, fundamentando su oferta en base a la disyuntiva de la promoción y permanencia en el medio – apoyada por el propio Estado mediante becas y cargos – o bien mantener su independencia con riesgo de ser condenados al olvido (Palou, 2007, p. 84).

Al proponer una escritura del presente, Palou elige un tiempo de la historia muy tenso que se desarrolla en veinticuatro horas y con una concentración de la acción en once horas, desde las 3:20 de la mañana hasta las 11:05 de la noche. Esta elección no representa un mero expediente narrativo, vinculado a las exigencias del thriller, sino que abre una discusión mucho más sutil acerca del escenario de fondo que Palou quiere reconstruir. No se puede eludir el hecho de que el marco en que operan los personajes de Todos los miedos es asimilable a las tres unidades de tiempo, espacio, y acción teorizadas en la

Poética de Aristóteles. Lo que estamos leyendo no es sólo una novela del presente

en todo su realismo, sino que es también una tragedia. Aquí el papel de los personajes se lee también como una poderosa mîse en scene de sí mismos. Se trata de una elección que nos hace pensar en el fundamental aporte del escritor y dramaturgo Rodolfo Usigli que, en su Ensayo de un crimen (1944), ya en la primera mitad del siglo XX nos daba a conocer las contradicciones de la clase burguesa postrevolucionaria. Una joya del género policial mexicano en que las peripecias del asesino/esteta Roberto De La Cruz acaso anticipaba, con un guiño metarreal, toda la discusión acerca de la construcción cultural alrededor de la

narcoviolencia. Esta forma del texto es un punto de partida fundamental para

comprender la acción de los personajes de Todos los miedos. De hecho, ellos operan en una realidad que depende de la construcción cultural, cuando no inherentemente escénica, que los rodea.

La pregunta es si es posible actuar políticamente en esta realidad y si la escritura, periodística o ficcional, permite un irse afuera de esquemas prestablecidos. ¿Con qué medios es posible sobrevivir y cuál es el precio que pagamos en términos éticos? Para responder a estas preguntas, en Todos los

miedos Palou no toma en cuenta sólo un discurso alegórico sobre el papel que

juega el periodismo en su constante diálogo con la ficción, sino también la dimensión muy corporalmente auténtica de los actores que lo representan, o sea los periodistas, con todas sus fuerzas, sus debilidades y ambigüedades.

Daniela Real es una periodista independiente, que vive de sus recursos sintiendo en su piel un doble estado de excepción, el de ser periodista de la nota roja en un sistema que no la protege y el de ser una mujer. Su nombre encarna,

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