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La desnudez de espíritu. Henríquez Ureña de-creator

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CONFLUENZE Vol. 1, No. 1, 2009, pp 25-42, Dipartimento di Lingue e Letterature Straniere Moderne, Università di Bologna

La desnudez de espíritu.

Henríquez Ureña, de-creator

*

Raúl Antelo UNIVERSIDADE FEDERAL DE SANTA CATARINA

....un medio único, crisol de dos culturas.... P. H. Ureña, Las corrientes literarias en la América Hispánica ABSTRACT

The most common metaphor to describe Henriquez Ureña pretend to see him as a father, a creator, a founder. On the contrary here he will be considered as a de-creator. In fact all Henríquez Ureña’s cartographying effort can be reduced to the preoccupation to give substance to an elusive object (Hispanoamerican Literature) through the act of emptying the positivity with which it has been considered before.

Keywords: Pedro Henríquez Ureña, Hispanoamerican Literature, history of culture.

La metáfora más socorrida por la crítica de Henriquez Ureña lo ve como un padre, como un creador, como un fundador. Se tratará acá de leerlo en clave contraria, como un de-creator ya que todo el esfuerzo cartográfico de Henriquez Ureña se reduce en dar consistencia a un objeto esquivo, la literatura hispanoamericana, por medio del vaciamiento de la positividad con que se lo abordaba hasta entonces.

Palabras claves: Pedro Henríquez Ureña, literatura hispanoamericana, historia de la cultura.

* Conferencia pronunciada en el Fondo Nacional de las Artes en ocasión de las Jornadas de

Literatura Latinoamericana del 2007 auspiciadas por el Institituto homónimo de la Universidad de Buenos Aires.

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Antelo 26 La metáfora más socorrida por la crítica de Henriquez Ureña lo ve como un padre, como un creador, como un fundador. Voy a tratar de leerlo en clave contraria. Como un de-creator. Difícil misión que no sólo desmiente la versión oficial sino incluso la familiar. Hace poco, al agradecerle a Arcadio Díaz Quiñones la generosa referencia a un ensayo mío sobre don Pedro, le contaba que mi padre, Héctor Antelo, estudiante de química a mediados de los ‘30 en el Instituto del Profesorado, en Buenos Aires, había sido alumno de Henríquez Ureña y que de esa lección sobraron, entre otras cosas, los abundantes volúmenes de Vossler o los Alonso, que mi padre hizo más que conservar en su biblioteca. Los frecuentó con gusto. Fueron esos libros los que, en la adolescencia, despertaron mi interés hacia las letras. Es decir: yo, sin nunca haberlo visto, fui también alumno de Henriquez Ureña.

Anécdotas aparte, que poco añaden de materialidad a esta semblanza, creo poder afirmar, con la distancia de los años, que todo el esfuerzo cartográfico de Henriquez Ureña se reduce en dar consistencia a un objeto esquivo por medio del vaciamiento de la positividad con que se lo abordaba hasta entonces. Deberé hacer, por lo tanto, un minucioso recorrido para probarles lo dicho.

Déjenme empezar recordando que las conferencias En busca de nuestra expresión, proferidas por Henriquez Ureña entre noviembre de 1940 y marzo de 1941 en el Fogg Art Musem, de Harvard, tienen historia. Las conocemos por su versión en libro, Literary currents in Hispanic America (Cambridge, Harvard University Press, 1945) traducidas por el Fondo de Cultura Económica, México, en 1949. Poco meses después de pronunciarlas, en octubre de 1941, ya de regreso a Buenos Aires, Henriquez Ureña participa de los debates sobre temas sociológicos, esa réplica del Collège de Sociologie adoptada por Victoria Ocampo para ser divulgada por Sur. Henriquez Ureña, a quien todos recordamos posando para los fotógrafos Forero en la escalera de esta casa, diez años antes, en la fundación de la revista Sur, fue ese día de 1941 uno de los comentaristas de la conferencia de Roger Caillois sobre la existencia de una historia común latinoamericana. Coincidiendo con el orador, Ureña subraya que la idea de una historia unitaria, antes de ser panamericana, es bolivariana, por lo que adhiere, en general, al enfoque de Caillois, anticipando así la posición desarrollada no sólo en su manual literario de 1945 sino también en su panorama abiertamente cultural, la Historia de la Cultura en la América Hispánica (México, Fondo de Cultura Económica, 1947).

Ureña usa el argumento de que, en relación a las similitudes indicadas por Caillois, “el problema es si esas unidades básicas pueden sobreponerse a las diferencias entre dos Américas que están separadas políticamente y en aspectos de su cultura”. Pero es curioso – observa – que el Brasil, “cuya lengua apenas se distingue del español”, a pesar de eso, se mantenga separado de la América hispánica, solamente por esa pequeña diferencia. “El ningún trabajo que nos tomamos cuando vamos al Brasil para hablar portugués se traduce en el ningún trabajo que hacemos por leer portugués. De ahí que, en muchos sentidos, el Brasil permanezca ignorado por la América española. Y, sin embargo, las semejanzas del Brasil con el resto de la América latina – es decir, con la América de habla española – son muy grandes. Hay diferencias puramente externas, como el hecho de que el Brasil haya sido Imperio durante más de sesenta años; pero es significativo que al fin se haya convertido en república, y que esa

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La desnudez de espíritu 27 república se conduzca exactamente como las de América Latina” (Henríquez Ureña, 1941, p. 88). El Brasil es, en ese conjunto, tan sólo un Vacío. Volveremos más adelante sobre ese tópico.

En esa misma ocasión, Henriquez Ureña mantiene una controversia con uno de los concurrentes al debate, el jurista Carlos Cossio, quien rebate la posición del dúo Caillois-Ureña, dudando de la existencia de una “Latino-América” coherente. Había allí una curiosa paradoja. Cossio, aunque aceptaba, en el Derecho, las posiciones idealistas trascendentales (por ejemplo, la de Kelsen), siempre mantuvo una cierta distancia con relación a la teoría pura del derecho positivo. Rechazando el normativismo mecanicista del idealismo, el jurista argentino creía poder interpretar el derecho, en relación a la conducta humana, como una interferencia intersubjetiva, en que no se lidiaba con sujetos jurídicos ideales, sino con seres humanos reales, para los cuales el derecho era, a su juicio, no una forma sino una conducta, que se analizaba con categorías tomadas de Heidegger o incluso de Marx. Cossio había acabado de desarrollar esa posición en La plenitud del orden juridico y la interpretación judicial de la ley (Buenos Aires, Losada, 1939), obra elogiosamente reseñada en Turín por Norberto Bobbio. A ella le siguieron otras dos que amplían su propuesta, La teoría egológica del Derecho y el concepto jurídico de la libertad y Radiografía de la Teoría Egológica del Derecho. No obstante, en su intervención en el debate, cuando Cossio se aleja de los discursos para abordar el problema del lenguaje, no puede trascender la barrera epistemológica de ver el arte de los pueblos originarios como simple etnografía, mereciendo la vehemente reprehensión de Ureña, quien le subraya tratarse de arte autonomizado. Le recuerda además el crítico dominicano el caso del museo donde había acabado de desarrollar sus lecciones de literatura comparada latinoamericana, el museo Fogg1

, especializado en arte clásico, que, con pocos ejemplares de las primitivas culturas precolombinas, debió, sin embargo, pedirle piezas prestadas al museo etnográfico Peabody, de Harvard, piezas que Cossio (un tucumano) desdeña como simples cacharros. Cacharro (del lat. cacculus, olla) está emparentado con cachar que es fragmentar o denostar y tiene inclusive connotaciones carnales, la nalga, de la que provienen los cachetes. Sea como fuere, la paradójica cachada de los cacharros de Cossio adquiriría un inesperado tono trágico con el correr del tiempo: Cossio mismo sería tratado como trasto viejo ya que, en 1956, la Libertadora lo aleja de su cátedra en la Universidad de Buenos Aires, a la cual sólo retornaría en 1974.

Ureña, en cambio, en deuda de gratitud con la colección Fogg, no deja de elogiar sus imágenes, que volvieron sus charlas de Harvard, nos dice, mucho más ilustrativas y amenas, llegando incluso a incorporar algunas de ellas a la Historia de la Cultura en la América Hispánica. El libro, en efecto, se abre con una imagen de la puerta del sol, en Tiahuanaco, y otra del torreón de Machu-Pichu, edificaciones a las que siguen un huaco chimú o el profeta Joel de Aleijadinho, en Congonhas. Allí quizás resida uno de los secretos de la pedagogía de Ureña. No desdeñar el mundo de las imágenes. Glorifier le culte des images, pedía Baudelaire. Y Ureña lo acató. Por eso la unidad, en su modelo, no es sólo

1 El Fogg continuó esa tradición. En 2001 allí se expuso la colección de arte abstracto

latinoamericano de Patricia Cisneros; cfr. Geometric Abstraction: Latin American Art from the

Patricia Phelps de Cisneros Collection = Abstracción Geométrica : Arte Latinoamericano en la Colección Patricia Phelps de Cisneros.

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Antelo 28 bolivariana, en lo que atañe a la historia, sino baudelairiana en materia de arte. Ureña, en realidad, no distingue letra de imagen. Lucha por el signo pero consigue ir más allá de él. Intuye el significante.

El hecho de que su historia de la cultura hispanoamericana, amén de iluminista, sea ilustrada por imágenes nos plantea no pocas cuestiones. En un interesante análisis, Jean-Luc Nancy abre algunas de esas consecuencias. Argumenta, por ejemplo, que la muy extendida interpretación iconoclasta del precepto de no usar imágenes sólo implica una condena de las imágenes en cuanto presupone, de hecho, cierta interpretación de la imagen. Desde ese punto de vista,

es preciso que ésta [la imagen] sea pensada como presencia cerrada, acabada en su orden, no abierta a nada o por nada y amurallada en una “estupidez de ídolo”. La imagen rebajada por su carácter secundario, imitativo y por lo tanto inesencial, derivado e inanimado, inconsistente o engañoso: nada nos es más familiar que este tema. De hecho, habrá de ser, en toda la historia occidental, el resultado de la alianza concertada (y que precisamente, sin duda, ha sellado a Occidente como tal) entre el precepto monoteísta y el tema griego de la copia o la simulación, del artificio y la ausencia de original. De esta alianza proceden, con seguridad, una desconfianza ininterrumpida hacia las imágenes que llega hasta nuestros días, en el seno mismo de la cultura que las produce en abundancia; la sospecha recaída en las “apariencias” o el “espetáculo”, y cierta crítica complaciente de la “civilización de las imágenes”, tanto más, por otra parte, cuanto que de ella provienen, a contrario, todas las iniciativas de defensa e ilustración de las artes, y todas las fenomenologías (Nancy, 2006, pp. 26-27).

Consciente de ese legado, Henriquez Ureña admite, por ejemplo, en Las corrientes literarias en América Hispánica, que

Sólo ahora empezamos a descubrir que la humanidad ha conocido muchísimas civilizaciones, enterradas ya bajo el polvo, y que en muy diversos tiempos y en muy distintos lugares se construyeron grandes ciudades, se hicieron grandes descubrimientos científicos y se crearon grandes formas artísticas. Muchas obras que antes figuraban en colecciones etnológicas o arqueológicas emigran ahora a los museos de arte, y las esculturas de Cambodia o de Ur, la ciudad de los caldeos, de Guatemala o de Cuzco, de la Isla de Pascua o del África Central figuran hoy al lado de las antes incomparables estatuas de Grecia e Italia. Ya no nos avergüenza confesar que cualquier civilización puede haber sido, en algunos aspectos, tan grande como la muestra, si no mayor (Henríquez Ureña, 1949, pp. 67-68).

Nos dice, en la práctica, que el presente ya es diseminación. En ese tópico, donde convergen tanto el interés barroco por el polvo y las ruinas, como la atracción vanguardista por el primitivismo, se cifra la modernidad de Heriquez Ureña: concebir el arte como una estrecha relación entre la obsesiva proliferación de la palabra y, simultáneamente, una no menor atracción plástica por lo verbal, no sólo por la pintura verbal, narrativa, sino por la pintura hecha de palabras, es decir, por la pintura escrituraria, que no puede ocultar así su deseo de inocularle discurso a la imagen, salvando, de ese modo, tanto su forma como su contundencia, gracias al valor incorpóreo de la palabra. Bataille pensaba cosas semejantes en esa misma época. Recordemos sus textos “Polvo”

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La desnudez de espíritu 29 o “Informe” en la revista Documents, o las referencias a los sacrificios sanguinarios en Camboya. No cuesta recordar además que Ureña concibe esas lecciones en la ciudad en que sus más jóvenes agitadores se llamaban Madi. Y no es casual, tampoco, que una estrecha amistad uniera a Ureña con el crítico de arte Julio Rinaldini, uno de los más insignes “Amigos del Arte”, el grupo de connaisseurs liderado por Bebé Sansinena de Elizalde, auténtico motor de las vanguardias antes de Sur, como ha mostrado Verónica Meo Laos, formación intelectual cuya equivalente platense, la Asociación de Arte de La Plata, era dirigida por Henriquez Ureña2. Ambos críticos vivían en el mismo edificio y a menudo compartían tertulia en Ayacucho 890, donde más de una vez Ureña y Rinaldini deben haber cambiado ideas acerca de que los latinoamericanos pertenecemos a la Romania, la gran familia latina, que constituye una auténtica comunidad de cultura continental, como estipula el mismo Ureña, en La utopía de América, y Julio Rinaldini, en muchos de sus ensayos sobre artistas latinoamericanos, por ejemplo, los dedicados a Figari o Portinari, autores, según él, mutuamente emparentados3

. El contagio es obviamente recíproco y la evaluación de estos artistas plásticos debe haber pesado, recíprocamente, para que Henriquez Ureña los incluyera en su Historia de la cultura de la América Hispánica 4.

Es ilustrativo entonces ver cómo analizaba Rinaldini, en la época en que Ureña escribe su historia de la cultura, el conflicto modernizador en el arte latinoamericano. Tomando el caso de Portinari, el crítico de arte argumentaba que, si algo interesa en sus obras, es la aparición de un sentimiento universal que, en un movimiento espontáneo de solidaridad, se hace eco de muchas voces, recoge e incorpora los materiales de una experiencia esta vez particular, nutrida de una realidad inmediata; como su arte adquiere personalidad en el encuentro de dos posiciones distintas. El signo dramático de las obras más características de Portinari le es común a otros artistas de semejante categoría del continente. Y quizá este signo sea el resultado fatal de la violencia de movimiento que exige incorporar a una noción actual del espíritu una realidad que, en sus formas autóctonas, vive otra etapa de la historia. Y es también posible que en esta violencia a que nos conduce la necesidad de conciliar nociones tan diferentes esté el principio de la originalidad de los artistas americanos. En Portinari, pese al interrogante que por momentos plantea la disparidad, no ya de procedimientos (...), sino de visión y concepto, es evidente la progresiva integración de algo que, más que en el repertorio particular de imágenes, se advierte en los ritmos y la presión de las formas. (Rinaldini, 1947, p. 113)

2 Cfr. el trabajo inédito de Verónica Meo Laos, Asociación Amigos del Arte (1924 – 1942). Escenario

clave para la incorporación del arte nuevo y activa introductora de las vanguardias Buenos Aires, 2006;

agradezco a Diana Wechsler y a la autora el acceso a estos materiales.

3 Rinaldini incluye a Figari en su De Leonardo a la pintura contemporánea (Buenos Aires, Poseidón,

1942, p.139-154) y lo analiza más tarde, junto a Oliverio Girondo, Manuel Mujica Lainez y Jorge Romero Brest, en Figari (Buenos Aires, Witcomb, 1953).

4 “Mientras en México se producía esta magna revolución [la de Rivera, Orozco, Siqueiros,

Covarrubias, Rodiguez Lozano, Abraham Angel, Julio Castellanos, Rufino Tamayo, Guerrero Galván y María Izquierdo] en los demás países de la América hispánica se difundían las orientaciones posteriores al impresionismo. El ejemplo de México, después estimula el intento de expresar la vida americana en la pintura. Así, en el Brasil, con Cándido Portinari (n. 1903), que ha presentado sus obras en gran número de exposiciones y ha decorado muros en los Estados Unidos” (Henríquez Ureña, 1947, p. 171).

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Antelo 30 Como también lo estipulaba Mário de Andrade en sus ensayos sobre el dibujo, divulgados por Argentina Libre o Latitud, que dejan huella en el pensamiento de Romero Brest (y podemos incluso pensar que, a través de Marta Traba, en el mismísimo Ángel Rama) y, por otra vía, en Antonio Candido, no es el tema lo que interesa sino la manera de tratarlo. Del mismo modo, para Rinaldini, el tono americano de la obra de Portinari no está en sus temas, sino en

los resultados de un esfuerzo donde una conciencia de signo universal y un orden particular de experiencias tratan de encontrar su punto de expresión. El “tema” americano es, en rigor, un conflicto, y las diferencias de fisonomía con que se presente en cada caso y lugar en las formas del arte, dependerá, tanto como del temperamento de cada artista, de las condiciones particulares en que manifieste la cultura de cada pueblo. Pero tenemos que aceptar la alternativa: o seguimos el movimiento automático del espíritu de nuestro tiempo, pasando de soslayo, en una especie de rutina mental, la realidad de nuestras experiencias inmediatas, o asumimos la responsabilidad de hacerlas entrar sin más dilaciones en la corriente, reclamando a nuestro esfuerzo lo que nos fue negado por el tiempo. (Rinaldini, 1947, p. 115)5

Otro tanto se da con Figari, a quien Rinaldini le atribuye, en De Leonardo a la pintura contemporánea, una estética de convalecencia. Es útil reparar en esa metáfora. Como poseído por un narcótico, Figari anestesia el narcisismo modernizador y, ”como ha estado a punto de olvidarlo todo, recuerda y quiere recordarlo todo con ardor” (Rinaldini, 1942, p. 148.). La frase de Rinaldini se apoya en el ensayo de Baudelaire sobre Constantin Guys y, más específicamente, parte del convaleciente de Poe, citado por Baudelaire en su ensayo, que se recostaba en una vidriera para verlo mejor todo. Es decir que la modernidad, definida por Baudelaire, en ese mismo ensayo, como dual, hecha de memoria y olvido, de duración y contingencia, no es más que una convalecencia, un luto infinito que puede incluso producir monstruos (Link, 2006).

No es casual además que las imágenes de Figari usadas por Rinaldini sean fotos de Grete Stern, la fotógrafa alemana que supo explorar el mundo de las cosas -inclusive la cultura toba, que fotografió, pero también, el de la metrópolis, a través de las imágenes del pensamiento para la revista Idilio, auténticos ejemplos de vanitas barroca. Ni es fortuito tampoco que, a la sazón, el marido de Grete, Horacio Coppola, estuviese documentando las esculturas de Aleijadinho, con el mismo tesón con que registrara la construcción del Obelisco, pensando, sin duda, en una exposición frustrada, que sólo se transformaría en álbum de fotos años más tarde. Por eso, diríamos que Rinaldini no está solo al leer a Figari de esa manera. Borges ya había dicho que “Figari pinta la memoria argentina”, es decir, la del Plata, como olvidándose de que hay naciones. Y Girondo, más escueto y nihilista, dirá, simplemente, “Figari pinta”, así, sin objeto, porque, como Barthes, Oliverio cree que escribir y pintar son verbos intransitivos.

5 En la revista Realidad, dirigida por Francisco Ayala, colaboraban, Norberto Bobbio, Jorge Luis

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La desnudez de espíritu 31 Hay allí también, y es bueno señalarlo, un poderoso fermento de arquelogía de lo moderno. Cuando Figari escribe su utópica Historia Kiria (1930), describe el arte en ese hipotético país como una práctica volcada a “reconstruir la ascendencia”, en la inteligencia de que los precursores habrían participado, tanto como los padres biológicos, en darles el ser y la cabeza a los kirios, y eso los hacía particulares y fervorosos practicantes de un relativismo cuasi bergsoniano (Figari, 1989, p. 184). Del mismo modo Ureña, en contacto y contagio con un admirador de Figari como Rinaldini, pero no menos con Borges o Girondo, produce esa misma lectura en el corpus literario. Cuando, en el segundo capítulo de Las corrientes literarias, se refiere a la creación de una sociedad nueva, a lo largo del siglo XVI americano, argumenta que la mezcla de culturas, en los inicios de la colonización, no era sino superposición de elementos y que “la verdadera fusión comienza cuando el nativo (...) se pone a trabajar bajo la dirección de un europeo y su técnica antigua modifica la nueva que está aprendiendo. Su situación resulta igual a la del moro que, convertido en vasallo de cristianos en Europa, trabaja para ellos” (Henríquez Ureña, 1949, p. 56). Su juicio es abonado por el análisis del discurso de algunos arquitectos, sospechando, quizás, la íntima correspondencia entre arquitectura y archi-textura6. Parte Ureña del crítico español Vicente Lampérez y Romea, pero

también de tres autores argentinos que vale la pena especificar. Uno de ellos es el arquitecto Mario José Buschiazzo, con quien Ureña disiente aquí o allí, pero cita profusamente. Buschiazzo mantenía por entonces fuertes vínculos con otro arquitecto, el español Diego Angulo Iñíguez, compañero de Martín Noel en la creación del laboratorio de arte americano de la Universidad de Sevilla, en 1930, y de ese interés mútuo por produndizar el estudio de las relaciones interculturales en el continente, proviene luego, gracias a Buschiazzo, la Historia del Arte Hispanoamericano (1945-1956), editada por Salvat. Autor de la remodelación del cabildo porteño en 1940, Buschiazzo creó también el Instituto de Investigaciones en Arte Americano de la Universidad de Buenos Aires, editando los Anales del Instituto de Arte Americano en Investigaciones Estéticas (1947- 1970), a semejanza de los muy apreciados anales mejicanos, amén de sus Estudios de arquitectura colonial hispanoamericana (1944), De la cabaña al rascacielos (1945), libro en que enaltece los edificios americanos, y en suma, su Historia de la Arquitectura colonial en Iberoamérica (1961).

Propulsor también del arte fusional es otro arquitecto, el recién citado Martín Noel. Presidente de la Academia Nacional de Bellas Artes y autor de Teoria estética de la arquitectura virreinal (1932), Noel fue figura clave en los desdoblamientos del martinfierrismo. En efecto, si esta teoría fusional ensayada por Ureña no es otra cosa sino criollismo, no olvidemos que la gente de Martín Fierro practicaba un paradójico criollismo urbano que, por ser además de vanguardia, como lo llamó Sarlo, era potencialmente explosivo. Y así fue. La revista termina dilacerada por las contradicciones del yrigoyenismo. Noel, que contruiría el edificio de la Casa Radical, el monumento a la fusión racial en el Pucará de Tilcara o decoraría el subte de Constitución a Retiro, con sus azulejos

6 Para una posición favorable a esa ecuación arquitectura=archi-textura, ver Juan Antonio

Ramírez, Edificios-cuerpo. Cuerpo humano y arquitectura: analogías, metáforas, derivaciones, Madrid, Siruela, 2003 o Juan Barja y Julián Jiménez Heffernan, La hipótesis Babel. 20 formas de desplazar una

torre, Madrid, Abada, 2006. Para una posición contraria ver Tomás Maldonado, ¿Es la arquitectura un texto?, Buenos Aires, Infinito, 2004.

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Antelo 32 simil andaluces, se empeñó en agregar las fuerzas criollistas de vanguardia y es así que lanzó su revista de sintomático título, Síntesis, donde el más consecuente reseñista bibliográfico no era otro sino Borges. Allí el autor de El tamaño de mi esperanza publica practicamente la misma cantidad de textos que más tarde en Sur. Pero no publica la misma calidad de textos. Los de Síntesis podríamos definirlos como fusionales o diaspóricos. En ellos, Borges pinta la memoria argentina. Escribe su historia kiria (de los señores).

La tercera autoridad citada por Ureña, para abonar su criollismo fusional es otro arquitecto, Ángel Guido. Bajo la tutela de Martín Noel, y antes de él, de Ricardo Rojas, Guido ya había defendido la Fusión hispano-indígena en la arquitectura colonial (1925), libro citado por Ureña, avanzando luego algunas de sus premisas metodológicas en Arquitectura hispanoamericana a través de Wölfflin (1927). Algunos años más tarde, en 1931, Guido analiza, pioneramente, la obra de Aleijadinho (Guido, 1931), escultor mineiro también estudiado por Buschiazzo (1939) y que, según Ureña, era el más grande artista del siglo XVIII en América Latina (Henríquez Ureña, 1949, p. 91); casi enseguida se referirá, también, al barroco brasileño como tropicalismo (Guido, 1933), una forma de anticipar las tesis de una cultura trans-atlántica que leeremos en Gombrowicz, claro, pero, en registro académico, en Rama o Paul Gilroy, ya que Guido veía, en el arquitecto colonial criollo, un fantástico ejemplo de la potencia creadora de Eurindia (Guido, 1930). Para Guido, pues, el Aleijadinho era el símbolo del artista pautado por el deseo de salvación, fuerza inconsciente de su obra, que lo transformaba en fundador de una tradición en el arte americano.

Un juicio como ése, más allá de referirse al pasado, era también un juicio acerca del presente (el mundo de la guerra y de la inminente globalización del posguerra), al que se lo veía como un momento transicional hacia una nueva reunión del arte de vanguardia con la historia y el mito, “enderezándose hacia la reconquista del hombre auténticamente americano y a la reconquista de la tierra”. Al llegar ese momento, auguraba Guido, los nuevos artistas latinoamericanos tendrían, en el Aleijadinho, es decir, en un lisiado deforme, “una de sus más certeras imágenes tutelares” (Guido, 1937, p. 504). Y, precisamente, para acelerar esa “dramática cruzada” del arte americano, Guido se lanza, en 1940, al Redescubrimiento de América en el arte, obra de la cual, precisamente, Lezama Lima tomaría un concepto clave en su elaboración acerca de La expresión americana: el de contraconquista, que aún con las tintas católicas e hispánicas, integristas, de la reconquista y la cruzada, ya acompañaba, sin embargo, a Guido desde su pionero ensayo de 1931. No es fortuito entonces que en ese esfuerzo por “reconstruir la ascendencia”, como pedía Figari, no falte tampoco en la obra de Guido, el relato utópico, semejante a la Historia Kiria, o sea, la novela La ciudad del puerto petrificado. El extraño caso de Pedro Orfanus, que el arquitecto edita en 1956 con el nombre de Onir Asor, mero anagrama lineal de rosarino.

Es bueno entonces recapitular y comprender que, contra esta corriente fusional de pensamiento, se alzaba lo que Guido llamaba “la hegemonía europeizante”, es decir, las posiciones liberales de un Julio Payró, por ejemplo, quien, al sabor de la resistencia antifascista, corrige el criollismo fusional de vanguardia, para sobreimprimirle la lógica eurocéntrica (no hispanista) de la

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La desnudez de espíritu 33 autonomía, valor hegemónico, como sabemos, para el grupo Sur7

. En el campo de la literatura, podríamos mencionar, en esa tesitura, a Luis Emilio Soto. En idéntica perspectiva, se situaban además algunos ensayistas de interpretación nacional o continental pero, salvadas las distancias, en todos ellos se podrían advertir los mismos impasses que entre los fusionales.

En efecto, la historiografía unionista de Ureña coincide con el esfuerzo, igualmente comparativo, de un crítico que por entonces enseñaba en California, el chileno Arturo Torres Rioseco. Tanto Rioseco como Ureña se dan cuenta, como más tarde Rama o Monegal, que no se podía excluir al Brasil de esa construcción americana. No se podía trabajar con criterios de pureza linguistica sino a partir de la heterogeneidad cultural. Pero en la historiografía brasileña ocurría algo semejante, por la sencilla razón de que Brasil era el único país bolivariano de América, el único que consiguió sofocar toda rebelión separatista para permanecer uno. Por eso, examinar, aunque más no sea someramente, los debates brasileños en torno a la nación puede ayudarnos a mejor ecuacionar el proyecto americanista de Ureña.

Tomemos el caso de Sérgio Buarque de Holanda. En su ensayo Raíces de Brasil, redactado en 1936, pero traducido por el Fondo de Cultura Económica en sintonía con el libro de Ureña, el historiador brasileño sostiene una hipótesis de tensión entre el aventurerismo civilizatorio luso y el construccionismo cultural hispánico. De su lectura se concluye, en suma, que, al menos en lo que atañe al Brasil, no hubo planificación administrativa, no se llegó a consolidar un espacio público efectivo y, en verdad, imperó la promiscuidad entre señores y esclavos, que es, por lo demás, la tesis de Gilberto Freyre, otro autor frecuentemente citado por Ureña y que, en ese mismo año de la traducción mexicana de Buarque y de la historia de la cultura de Ureña, 1947, diseminaba una Interpretación de Brasil, también con el sello del Fondo de Cultura Económica. Versiones de masa de esa tesis circularían ese mismo año en la revista (gaullista) En América o, un poco más tarde, en el folleto (panamericanista) Brazil.

En su versión más orgánica, Interpretación del Brasil, Gilberto Freyre cree ver en el Aleijadinho, en clave casi acefálica, muy cercana por lo demás al cine de Buñuel, la revelación de una identificación del transgresor con el potencial sadismo revolucionario de los mártires cristianos. Es decir que el Aleijadinho es casi, para decirlo con la metáfora de Glauber Rocha, dios y el diablo en la tierra del sol, la imagen de Cristo-Sade que avanza al final de La edad de oro. En líneas generales, la hipótesis de Buarque o Freyre no mantenía demasiadas diferencias con el primer modernismo. Como Buarque de Holanda, Mário de Andrade también oscilaba entre la exaltación transcultural, que, a través de Fernando Ortiz, compartía con Gilberto Freyre, y el vivo deseo de una modernidad racionalista, cuyo emblema, el edificio de la Biblioteca Municipal paulista, donde Andrade trabajó como secretario de cultura, ilustraba un reportaje de La Nación sobre el Brasil pujante y guerrero. Algo semejante ocurre con el mítico edificio del Ministerio de Educación y Cultura, en Rio de Janeiro, donde

7 Payró, aunque concuerda con la fórmula de Guido, arte barroco español + arte indígena=arte

indohispano, siempre le achaca al “arquitecto Ángel Guido”, un cierto desconocimiento en arte moderna, imprecisión y poligrafismo, opinando de cosas en las que no es especialista, argumento con el cual defiende la noción de autonomía. Salva, sin embargo, las páginas “instructivas” acerca del Aleijadinho y el indio Kondori (Payró, 1942, p. 81-83).

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Antelo 34 encontramos la huella de Le Corbusier, Lúcio Costa, Niemeyer o Jacques Lipchitz, todos juntos plasmando un edificio que, simbólicamente, ilustra la Historia de la cultura en la América Hispánica de Henriquez Ureña, como profecía de la aún inexistente Brasilia. No hay, sin embargo, mayor contradicción entre escoger íconos racionalistas y defender un proyecto civilizatorio fusional, porque tanto Buschizazzo como Guido también veían los rascacielos de Manhattan como realización del pujante abstraccionismo de mezcla americana. Por eso mismo, Guido proyecta el funcional Monumento a la Bandera en Rosario. Torres García y su universalismo abstracto sería otro elocuente ejemplo de la mezcla cultural satisfactoria, la buena América, como la llamaba Ureña. Nos detendremos en la abstracción como de-creación más adelante.

Pero, cabe preguntarse, ¿de dónde provenían esas ideas? De la certeza, creo, de que, en un mundo como el colonial, dominado, según Mário de Andrade, “por el culto de la autoridad”, es la gran iglesia barroca, riquisima por sus dorados y adornos tallados, el espacio donde se mueve el letrado autónomo, que “supo darle a la piedra suave una grandeza pesada que constrata con la riqueza barroca de los detalles”. Es decir que, en el marco de un “culto de la autoridad”, de una teología política a lo Carl Schmitt, alguien como Aleijadinho se destaca por el desvío de su lenguaje transgresivo, aún cuando, “como para la escultura egípicia, para la asiática y hasta para la gótica es imposible establecer—pondera Andrade— si ciertos presumibles defectos de las obras del Aleijadinho son realmente defectos, tal es la forma en que se imponen como características efusivas de su arte” (Andrade, 1940, p. 4).

En pocas palabras, técnica europea y fuerza telúrica se fusionan, una vez más, en la (eugenética) profanación americana. Digámoslo de otro modo: lo que se está elaborando, también en Brasil, con Andrade o Buarque de Holanda, es algo semejante al proyecto de Ureña. Es una teoría de la nación (o una teoría del modernismo en los márgenes), una biopolítica que remonta a la época de la Revista do Brasil de Monteiro Lobato, es decir, al final de los años 10. En esa época, Sérgio Buarque reseñaba, casi en solitario, y sistemáticamente, autores hispanoamericanos como Francisco García Calderón, Rodó o Rubén Darío. El dato no es menor, como se verá. Cabría subrayar, entonces, que Sérgio Buarque desarrolla, en Raízes do Brasil, uno de los momentos más altos de ese debate sobre las identidades nacionales y el espíritu republicano, aunque no el único. Su argumento es que nada hay más lejano a la sensibilidad cultural del brasileño que la politesse, un rasgo de disciplinamiento sentimental, de policía de las pasiones. Aunque la comprensión naïve de la cordialidad brasileña la suele volver sinónima, de modo esquemático, de informalismo o anticonvencionalismo, no es ésa, sin embargo, la perspectiva de Buarque de Holanda, quien, lejos de la lectura benevolente de un nacional-integrista como Cassiano Ricardo (que interpreta cordialidad y bondad como simples equivalentes) defiende en su libro la idea contraria: enemistad y hostilidad se diferencian en cuanto ésta última es la guerra pública, mientras la primera se limita a un odio particular.

Los fusionalistas tienden a pensar la cultura como pathos. Los funcionalistas la conciben a partir de la autonomía. No obstante, enemistad y decisión de guerra revelan así, al menos a partir del ensayo de interpretación de 1936, que el Estado adquiere el papel rector del agrupamiento social. Cabe a él pues definir la unidad política y ello gracias a un argumento circular, pues la

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La desnudez de espíritu 35 unidad contra el enemigo adviene a partir de la decisión de definir quién lo es de hecho. Vale por lo tanto para Ureña (un fusionalista) como para Buarque de Holanda (un funcionalista) una premisa común: la de que, porque hay enemigo, es decir, porque hay guerra, surgen la política y el Estado. Emerge así también una narrativa de la historia de la comunidad. Si Ureña no sobrevivió a la guerra para verle sus avatares, no es ése el caso de Sérgio Buarque. Modernista de la primera hora, director de la revista de vanguardia Estética, defensor de la inexistencia de plagio en la revista de Lobato (con los mismos argumentos, además, con que Ureña sostenía que, en el caso de la Philographia o Dialógos de amor de León Hebreo, realizada por el Inca Garcilaso, “la traducción posee mejor estilo que el original” (Henríquez Ureña, 1949, p. 66) y crítico activo, en la prensa carioca, donde hereda el papel universalista detentado por Mário de Andrade - Sérgio Buarque de Holanda quisiera, a rigor, mantener la enemistad en los marcos exclusivamente racionales de una acción comunicativa. No lo consiguió.

Ya hacia fines de los años 60, la crisis de legitimidad se inclinaría, por largos años, hacia un concepto decisionista (pautado por la voluntad, diría Guido) que, en realidad, expresa la teoría soberana del poder, contradictoria con los esquemas funcionalistas universales. Soberano, recordemos, es quien decide el estado de excepción, del que Buarque de Holanda, por lo demás, será una de sus víctimas, al exilarse en Italia. En ese contexto, no cuesta subrayar, se opera un retorno a marcos teológicos, que se traducen en el concepto de estado de excepción (Walter Benjamin, Giorgio Agamben), entendido como espacio de una biopolítica que viene: la de la oikonomia como poder soberano que necesita de la gloria (la imagen aurática) como aquello que no cesa de no representarse en el cuadro de una modernidad secularizada y laica.

Es el momento, pues, en que Buarque de Holanda retoma sus estudios de cultura colonial. Entre 1952 y 1954, pues, y en Roma, Sérgio Buarque comienza a revisar las notas de un proyecto nacido en 1940, una História da Literatura Brasileira, imaginada por el crítico Álvaro Lins para el editor José Olympio, que sólo mucho después, póstumamente, sería editada por Antonio Candido con el título de Capítulos de Literatura Colonial (São Paulo, Brasiliense, 1991). Al hacerlo, regresa a lo no pensado por el funcionalismo, al vacío de representación en ese esquema, a lo colonial-barroco. En esa misma línea se inscribe, además, la obra más significativa de Buarque, Visão do Paraíso (Rio de Janeiro, José Olympio, 1959). Pensado entonces el proceso cultural desde esa perspectiva, la de una oikonomia de la imagen, tal vez no suene tan espantoso verlos a Sérgio Buarque y a Antonio Candido, en 1980, como fundadores del Partido dos Trabalhadores (PT), un partido paradójicamente autónomo y de masas.

Digo que Sérgio Buarque retoma sus estudios coloniales en los años 50-60, pero en realidad exagero. Nunca los abandonó. La metáfora que sostiene su teoría de América, como dije, es la de la tensión entre el ladrilhador hispánico, el azulejero, el que construye ciudades como damero (y recordemos la fuerza que el argumento tendrá todavía en La ciudad letrada) y el sembrador portugués que, como el Larousse, disemina a los cuatro vientos. Ahora bien, esa metáfora del sembrador y el azulejador (digamos, entre paréntesis, de clara resonancia simmeliana, muy semejante a los tipos de Benjamin o a los que, en Radiografía de la pampa, ensayaría Martinez Estrada) no le es propia. Sérgio Buarque la toma del Sermão da Sexagésima (1655) del padre Antonio Vieira. El jesuita portugués, a

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Antelo 36 partir de la idea de semen est verbum dei, entendía que se puede sembrar (el Evangelio) de dos modos: “há uns que saem a semear, há outros que semeiam sem sair”. Los primeros diseminan la palabra en el Oriente (India, China, Japón). Son los portugueses. Los otros la siembran en la patria, es decir, hacen suyo el nuevo mundo, considerándolo como lo mismo. Son los hispánicos. Es decir que, en el centro mismo de la teoría del Brasil—funcionalista, autonomista, weberiana—de Sérgio Buarque sobrevive una alegoría barroca y jesuítica, una oikonomia de la palabra y de la imagen.

Henriquez Ureña lo resume magnificamente al abordar, en Las corrientes literarias, el caso del padre Antonio Vieira.Esboza su retrato a partir de una comparación con el poeta hispano-mexicano Bernardo de Valbuena, que ya le había merecido un articulo para La Nación en 1940, “Barroco en América”, el mismo donde, según la clasificación de Sacheverell Sitwell, el hermano menor de Edith Sitwell y gran estudioso del barroco del sur, Ureña enuncia que, de las ocho maravillas barrocas en el mundo, la mitad es mejicana. Pero veamos en detalle el perfil de Vieira trazado por Ureña.

Antonio Vieira (1608-1697), el orador religioso más elocuente que ha conocido la lengua portuguesa, pasó al Nuevo Mundo de niño, como Valbuena. A los seis años lo trajeron de Portugal al Brasil, donde se había establecido su padre, y permaneció en él hasta la edad de treinta y tres años. Se identificó plenamente con su país de adopción. (Henríquez Ureña, 1949, p. 74)

Tal premisa se asocia a la situación híbrida de otros autores, como Henry James o William Henry Hudson, el primero expresamente citado, el segundo no desconocido por el crítico, y que nos ilustran situaciones semejantes a la del propio Ureña, a caballo entre dos culturas. Agrega luego que

Habiendo ingresado en la Compañía de Jesús, [Vieira] se consagró a la educación y defensa de los indios. Al cabo de varios años de esfuerzo continuado, obtuvo para ellos del rey el derecho a vivir libremente, gobernados por sus propios jefes naturales y bajo la dirección espiritual de los jesuitas (1655). Su celo apostólico le llevó también a predicar contra la esclavitud de los negros; en su Sermão dos cativos desarrolla magistralmente sus argumentos emotivos y lógicos. Y predicó también contra la explotación de la colonia por la distante metrópoli. “La nube – dice – se hincha en el Brasil y llueve sobre Portugal. Las aguas que se despilfarran allá no provienen de la abundancia del mar, como en otros tiempos, sino de las lágrimas de los desdichados y del sudor de los pobres, y no sé cómo la constancia y fidelidad de estos vasallos dura tanto.” (Henríquez Ureña, 1949, p. 75)

En función de ese sentimiento americano, Ureña concluye que, gracias a Vieira, el Brasil cobra por vez primera conciencia de sí mismo. “Pero esta actitud no significa todavía un deseo de independencia”. En última instancia, Ureña ensaya el esquema que perdurará hasta Antonio Candido, cuando el crítico brasileño, a instancias de César Fernández Moreno, asocie, en “Literatura y subdesarrollo”, formas de conciencia y grados de autonomía estética.

No deja Ureña, sin embargo, de señalar en su semblanza la presencia europea del jesuita quien, a la manera de Fray Servando Teresa de Mier, tanto el histórico como el ficcionalizado por Reinaldo Arenas, se pasea por Europa,

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La desnudez de espíritu 37 joven y lleno de experiencia, conquistando gran nombre como letrado, a tal punto que acompaña a Mascarenhas, el delegado del Brasil, cuya misión era dar a Portugal, libre ya del dominio de España, la seguridad de que la colonia permanecería unida a sus fundadores originales. “No tardó en alcanzar fama en Lisboa, y fue nombrado predicador del rey Juan IV”. Tal vez por aquello que decía Bataille, que los jesuitas eran ángeles exterminadores de la Revolución y profesionales del regicidio, Vieira pasa muchos años de trajín por Europa, desempeñando varias misiones diplomáticas arriesgadas, para lo cual Ureña no duda en citar a otro emigrado, Stefan Zweig, que lo llamó a Vieira diplomático genial. Vivió luego el personaje mucho tiempo en Roma, donde el historiador destaca que fue predicador privado de la reina Cristina de Suecia, y hasta se vio envuelto en un proceso hasta ser encarcelado por la inquisición portuguesa. Ante lo cual, Ureña agrega al fin:

Pero no se volvió europeo; regresó en dos ocasiones al Brasil, primero en 1652, para pasarse nueve años como misionero (salvo unos cuantos meses que estuvo en Lisboa, adonde fue para abogar por los indios), y luego en 1691, en que volvió de nuevo a su labor de misionero, hasta que lo avanzado de su edad le obligó a retirarse. Y murió en el Brasil frisando los noventa (Henríquez Ureña, 1949, ibid.).

Cuando se piensa en Henriquez Ureña como fundador de la historiografía americana se tiende a pensar que el esfuerzo unionista o fusional de su parte traduce una iniciativa meramente letrada, pero sería bueno contraponerle el ejemplo de una obra contemporánea y de masa. En 1941, Enrique Susini, pionero de la radio, al trasmitir Wagner desde la terraza del teatro Coliseo, director de Los tres berretines (el tango, el fútbol, las carreras), filma una película histórica. Su tema no es nacional. Son los amores de la marquesa de Santos con don Pedro II. La marquesa de Santos es de esas figuras dominadoras, cuasi despóticas, de extracción popular que la literatura de la época también ficcionalizaba. Pensemos en Josefina. El autor del libro era Paulo Setúbal, auténtico precursor de Paulo Coelho en literatura mundializada, ya que la novela se tradujo a muchísimos idiomas. El guión de la versión argentina para cine, Embrujo, fue hecha por un poeta martinfierrista, Pedro Miguel Obligado, elogiado por Lugones, y cuando la película se pasó en Brasil, con el título de Feitiço (palabra, como se sabe, de origen portugués) se le confió la tarea del doblaje a un escritor modernista, discretamente exotista, pero fascinado también por el cine, Guilherme de Almeida. De ese esfuerzo arranca la principal industria cinematográfica brasileña, la Vera Cruz (primer nombre de Brasil, que acabaría designando la Cinecittà getuliana de los 50). En la adaptación de A marquesa de Santos para el cine, había que filmar una escena, en una taberna de San Pablo, en que Chalaça, fiel asistente del emperador, canta unas modinhas. Aunque Susini trató de remedar, en los estudios Lumiton, la pompa de la corte de los Bragança, contando para ello con las imágenes de Jean-Baptiste Debret, la documentación musical era mucho más incipiente que la iconográfica y, en un típico ejercício de anacronismo, Susini no dudó en pedirle al actor que interpretaba Chalaça, que no era otro sino Bola de Nieve, que adaptara un poema de Sóngoro Cosongo. Como en la rapsodia de Mário de Andrade, Chalaça, travestido en chansonnier cabaretero, se da cuenta de que, a falta de la propia, bien se puede usar la cabeza de un hispanoamericano, la de Guillén, sin ir más

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Antelo 38 lejos, y la cosa igual funciona. Igual según los parámetros autonomistas y fusionales, barrocos y de masa, con que se concibe la obra8.

¿Cómo interpretar, pues, en el campo de la cultura, esos deseos fusionales? Creo que artistas y escritores como Henriquez Ureña comprenden, a veces dramáticamente, que lo real del ser se vuelve una dimensión óntica imposible e irrepresentable, aunque persista en ellos, como elemento más o menos conocible o manejable, el acceso a una estructura simbólica de base, el sujeto, o diríamos, a la manera de Valéry, el ego scriptor, aquello que del ser se separa bajo la forma de una división, por medio del descentramiento operado en el yo. Es lo que Ureña llama, en sus Seis ensayos en busca de nuestra expresión, la diferencia entre imitación y herencia. Tenemos el derecho—porque herencia no es hurto, decía ya en 1925—a movernos en libertad en la tradición y, en la medida de lo posible, superarla, porque “tenemos derecho a todos los beneficios de la cultura occidental”, es decir, Ureña anticipa entonces la tesis borgiana de 1951. Borges es ese escritor que Ureña desagravia, poco después de sus conferencias en Harvard y del debate en Sur, reputándolo más original cuando menos se propone serlo, sobretodo, por su manera de recordar y usar de las reminiscencias, por su política del tiempo, en fin, por su anacronismo (Henríquez Ureña, 1942, p. 13-14).

De este modo, la discontinuidad entre un yo imaginario, armado por identificaciones culturales dislocadas, se opone al sujeto, en tanto producto de la ley significante, introduciendo con ello una ruptura radical en relación al programa metafísico y modernizador que instala al sujeto en un lugar central de lo nacional-continental. A partir, en cambio, de una supremacía del significante sobre el signo, en el período post-autonómico que, tal vez a su pesar, Ureña prefigura, deja de ser posible plantear la identidad latinoamericana como una operación homogénea, y pasa a vérsela, cada vez más, como su diferencia o su diferimento. Por ello mismo deja también de existir un metalenguaje para captarla, pues siempre habrá un nuevo significante que pueda agregársele a la serie cultural, minando así su ilusoria completud.

La conciencia de sí se constituye entonces en una ficción que aspira a producir el re-centramiento del sujeto sobre el eje de la conciencia pero, al mismo tiempo, la subversión del sujeto racional, supuesta en esa operación, ahueca, o por así decir, vacía las condiciones lógicas de esta captura, instaurando una oquedad esencial entre el sujeto de la representación y la propia experiencia representada, algo así como un borde que, paradójicamente, no cesa de delimitar el perímetro europeo de lo no europeo (Albano y Naughton, 2005, pp. 55-56).

Vemos así que esta cuestión del vacío, esencial al proyecto de la modernidad, conoce varias modulaciones. En el caso de Sérgio Buarque, hay un vacío de sentido—el Brasil como todo unido—que es explicado gracias a una alegoría cultural barroca sobre la diseminación que, sin embargo, permanece forcluída, no sólo en el discurso teórico del crítico, sino en toda la corriente autonomista que él ayudó a consolidar. En el caso de Henriquez Ureña, el vacío de sentido—la América Latina unificada, la Hispánica, que presupone también

8 Para un análisis en pormenor ver la tesis de doctorado de Cláudia Camardella Rio Doce,

Roteiros, Roteiros, Roteiros, Roteiros, Roteiros: Cinema e Modernismo, Florianópolis, Universidade

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La desnudez de espíritu 39 el Brasil, pero que no ignora a los Estados Unidos, como lugar desde cuyos archivos se enuncia el discurso unitarista—es algo a que, no obstante, se le debe atribuir un sentido de plenitud. Plenitud de España es el título de los ensayos que Losada le publica en plena guerra civil, 1941. Plenitud de América, el de la antología de los escritos de Ureña, publicada también en Buenos Aires, por Javier Fernández, en 1952. Y plenitud del orden juridico era el concepto del adversario, Carlos Cossio, igualmente desarrollado en pleno Estado de bien-estar.

¿Cuáles son entonces las consecuencias teóricas de un trabajo sobre (a partir de / contra / alrededor del) vacío? Massimo Cacciari, estimulado por la lectura que Jean Clair hace de la obra de Duchamp, nos habla también de un vacío que se habría instalado, irreversiblemente, en el pensamiento moderno, allí donde antes Hegel había vislumbrado la abstracción absoluta, el Estado. Nos dice el filósofo italiano que, en las experiencias vanguardistas que buscan vaciar los falsos valores para postular los nuevos,

L’in-differenza dei significati, l’irreligio nei loro confronti, non è affatto astratta iconoclastia, ma far-vuoto, immaginare il Vuoto come accogliente com-possibilità. Riso potrebbe, allora, suonare come Chaos, come l’Aperto. A differenza della forma ironica, quella del Riso non dovrebbe, allora, apparire come compiuto nihilismo, o come diabolica astrazione/separazione, ma come costruttiva intuizione – intuizione, cioè, analiticamente definibile e nient’affatto sentimento, improvvisazione, arbitrio – del Vuoto: pro-duzione, poiesis, del Vuoto via dalla “ricchezza” dei significati. “Morte” dei significati, ma per “risorgere” come immagine veramente nuda; Kenosis che spera tuttavia autentica

povertà. Ma morte e kenosis perseguibili soltanto attraverso la più rigorosa Reflexionsbildung (Cacciari, 2004, p. 13-14).

Y en este punto, razona Cacciari, se podría recoger la diferencia entre el lenguaje propiamente místico, barroco, y la acción del arte moderno, para lo cual el filósofo recuerda las palabras de San Juan de la Cruz, “... porque aquì no se escribarán cosas muy morales y sabrosas para todos los espirituales que gustan de ir por cosas dulces y sabrosas a Dios – sino doctrina sustancial y sólida, así para los unos como para los otros, si quisieren pasar a la desnudez de espíritu que aquí se escribe”.

Es decir que proyectos como el de Ureña suponen una purgación activa, un vaciamiento intelectual de sí, una voluntad e inteligencia que superan ampliamente el mismo akmé, y que, sin negar u olvidar la potencia de la askesis—es decir, del ejercicio, de la fatiga, de la búsqueda—nos conducen, según Cacciari, a la gran abstracción contemporánea, un trabajo emparentado con lo místico. Pero poniendo los temas de la desnudez y la indefensión en el centro de la escena, la cartografía de Ureña substituye entonces lo místico por lo cómico. Cómica es la red de máscaras y semblantes a las que se debe apelar una y otra vez para inventar proyectos y fines que sin cesar naufragan y sin cesar resurgen. Cómico es Monsieur Teste, el perfecto geómetra, consciente, sin embargo de la contradicción que lo habita. Cómico es Gombrowicz, para quien no había combinaciones imposibles. Como Giacometti, en la plástica, Ureña también está libre de las consecuencias de su acción. Procede de la no-presencia a la presencia, encara lo Abierto, conduce lo Vacío a la Plenitud, a través de un minucioso, lento y persistente trabajo de reducción de la totalidad a sus trizas.

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Antelo 40 Como la figura misma, el crítico invoca la misma idea de Giacometti en el sentido que “non costruisco se non distruggendo, non avanzo se non voltando le spalle alla meta” (Cacciari, 2004, p. 15), de modo tal que la situación cómica inicial deja aparecer al cabo la de-creatio como una creación paradójica del arte.

Henríquez Ureña nos lo dice sin rodeos, en 1935, en un artículo para el Boletín de la Universidad Nacional de La Plata. Preguntándose sobre el papel atribuible a Brasil—el vacío—se pregunta el crítico si no fue Manet, precisamente, quien, en ese país, concibió la nueva manera de pintar, al hallar en el trópico el esplendor de la luz, la revelación, la revolución, es decir, que “todas las cosas, debajo del sol, son simples masas de color y que hasta la sombra es color” (Henríquez Ureña, 1978, p. 363-364). Bataille tardará veinte años más en decir lo mismo y de su lectura de Manet, como un artista pos-utópico que derrota el asunto y postula el borramiento, la obliteración como gesto, derivan, en última instancia, el estructuralismo y post-estructuralismo franceses. La anestética de Duchamp, la escansión de Lacan, la desconstrucción de Derrida, la inestética de Badiou son otros tantos ejemplos de lo cómico, entendido como acto de conferir a la letra valores semánticos arbitrarios. Eso no configura la risa del espectador, que es el mero pasatiempo irónico del alto modernismo. Su gesto constituye lo cómico mismo del enunciado, disolver la ilusión de un origen noble.

La decreatio tiene sentido, entonces, sólo si admitimos que toda producción contemporánea es la postulación de un Eterno Pasado. La búsqueda de un fin—nuestra expresión—nos remite, paradójicamente, a lo cómico, al origen de la creación—los cacharros que, sin embargo, son obra autónoma. Vamos pues, para concluir, a detenernos en ese significante.

El cacharro, la vasija o, incluso, en la terminología de Ureña, el crisol, es lo irrepresentable puro, lo extranjero, lo ausente, lo que rige todo el juego entre los otros significantes. No es nada, pero, de esa nada, algo sale. Un significante. Una creación. El espacio de la creación surge, pues, contornado por un doble imposible: la Cosa no puede ser representada por otra cosa como significante (y esas piezas cerámicas, según Cossio, son insignificantes, meros cacharros) pero, por otro lado, la Cosa puede ser representada en la medida en que ese objeto es creado. El vaso se vuelve así crisol de doble cultura, hispano-americana. Henriquez Ureña no está solo al pensar así. Tanto Heidegger, al interrogarse sobre la metafísica y, en particular, sobre “La cuestión de la técnica” (Heidegger, 1994)9, como Lacan, al abordar el problema de la ética, plantean cuestiones paralelas, en otras palabras, nos enfrentan a la dialéctica del vacío y la vasija.

La vasija (la creación) es el primer significante modelado por las manos del hombre pero esa pieza no es significante en su esencia de tal, o sea, no lo es de nada ya particularmente significado. Porque lo que la vasija crea es el vacío, introduciendo, por lo tanto, en la cultura, la perspectiva de su llenado. Como dice Lacan en su seminario sobre la Ética, lo vacío y lo lleno se introducen, por el vaso, por el cacharro, en un mundo que, por sí mismo, no conoce antes nada parecido. En el análisis previo de Heidegger, la vasija, mediante un análisis poético y sacralizador, era llevada a su condición ontológica, como

9 Para un paralelo Heidegger-Lacan ver François Balmès, Lo que Lacan dice del ser, Buenos Aires,

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La desnudez de espíritu 41 cumplimiento de la aletheia, mediante la retención, reunión y manifestación de la verdad. Pero el vaso sólo adquiere, para Heidegger, una función significante recién a partir de su función utilitaria. Lacan, en cambio, opone el carácter utilitario a una nueva función, si podemos así decir, sin nombre, o sea, llamémosla significante, por el sencillo motivo que es la que hace de la vasija crisol, o del cacho un todo, es decir, un significante que no significa el ser en su verdad esencial sino nada en particular, a no ser el ser como nada. En otras palabras, para Lacan, como para Ureña, el cacharro significa, como decíamos antes, Figari pinta, en versión intransitiva, lo cual quiere decir que ambos rechazan la problemática del origen, pero ninguno de ellos, tampoco, cesa de vérselas con ella. Ese nuevo significante, más que introducir el uso (etnográfico), en el discurso crítico, introduce el vacío (estético), el ser de la significancia, y ese hecho no es sin consecuencias porque, al ser modelado a imagen de la Cosa, el cacharro da consistencia a lo imposible de imaginar, la América Hispánica, pero, al mismo tiempo, la introducción en lo real de una hiancia, un agujero (el Brasil) es el argumento de posibilidad en torno al cual (y ya no a partir del que) el nuevo significante América Hispánica se constituye como tal.

Se podría decir, en resumen, que, como un escultor contemporáneo, Henriquez Ureña desecha, depura, crea vacío y, siendo así, bien podría adoptar, como su consigna, la de Plotino: aphele panta, es decir, deja que el espíritu circule libremente. Su modernidad probablemente resida allí. No en obturar significados sino en crear vacíos gracias a nuevos significantes con los que aprendió a lidiar.

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Raúl Antelo

Doctor en Literatura Brasileña (Universidad de San Pablo - 1981). Actualmente es profesor titular de la Universidade Federal de Santa Catarina. Sus intereses de investigación se concentran en la teoría literaria y sobre los siguientes temas: modernimo y modernidad, poesía y crítica cultural. Entre sus publicaciones recientes cabe señalar la organización de la Obra Completa de Oliverio Girondo (Archivos - UNESCO, 1999) y la monografía Crítica acéfala (Buenos Aires, Grumo, 2008).

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