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Regreso y melancolía: Medellín y San Salvador en Fernando Vallejo y Horacio Castellanos Moya

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Academic year: 2021

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EN FERNANDO VALLEJO Y HORACIO CASTELLANOS MOYA

Emanuela Jossa

*

El estudio quiere analizar la relación entre el lenguaje y la (re)construcción de los ‘espacios del regreso’ en La Virgen de los sicarios de Fernando Vallejo y El asco: Thomas Bernhard en

San Salvador de Horacio Castellanos Moya. Las novelas cuestionan una visión esperanzada y

consoladora del regreso y la noción estereotipada de la identidad a partir de la actitud me-lancólica de los dos protagonistas que se sitúan fuera de la nación y de la colectividad.

Return and Melancholy. Medellín and San Salvador in Fernando Vallejo and Horacio Castella-nos Moya

This study intends to examine the relation between language and the (re)construction of the ‘spaces of homecoming’ in Fernando Vallejo’s La Virgen de los sicarios and Horacio Castella-nos Moya’s El asco: Thomas Bernhard en San Salvador. The novels question a hopeful and consoling vision of the return and the stereotyped notion of identity beginning with the mel-ancholic attitude of the protagonists who are located outside the nation and the community.

Ritorno e malinconia. Medellín e San Salvador in Fernando Vallejo e Horacio Castellanos Moya

Lo studio si propone di analizzare la relazione tra linguaggio e (ri)costruzione degli ‘spazi del ritorno’ in La Virgen de los sicarios di Fernando Vallejo ed El asco: Thomas Bernhard en San

Salvador di Horacio Castellanos Moya. I due romanzi mettono in discussione una visione

consolatoria del ritorno e una nozione stereotipata dell’identità, a partire dalla prospettiva malinconica dei due protagonisti che si collocano fuori dalla nazione e dalla collettività.

¿Porque todos los hombres περιττοὶ en la actividad filosófica y política, literaria y artística, muestran un temperamento melancólico? Aristóteles, Problemas (XXX)

Introducción

El regreso al país de origen, tema universal desde los relatos mitológicos hasta la literatura en la época de la globalización, en una larga escala de matices se mueve entre la recuperación de la armonía y la imposibilidad del retorno, entre * Università della Calabria.

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la dicha y la melancolía. En la última década del siglo XX, en la literatura his-panoamericana prevalece la vertiente melancólica, como señalan Fernando Aínsa (153-166) y Celina Manzoni (“Poéticas del retorno”, 164) sobre todo en relación a literatura cubana. La melancolía nace de la constatación amarga de que el regreso es problemático, a veces hasta imposible. El viajero no reconoce el paisaje supuestamente recobrado, ni logra recomponer su propia identidad. En estas narraciones del regreso, el espacio es casi siempre urbano y por un lado presenta transformaciones irreversibles que traicionan la imagen idealiza-da del país natal; por el otro, muestra la perduración de una situación de indi-gencia y desbarajuste. De esta forma, el regreso no corresponde a las esperan-zas del viajero, suscitando desencanto y desazón y una condición melancólica. De hecho, a partir de la lectura (parcial, como veremos) de Aristóteles, la tra-dición occidental considera la melancolía una actitud pasiva y deprimida, rela-cionada con la decepción y la rendición ante el estado de las cosas. Frente a la pérdida, el melancólico es resignado. Parecida a la acedía, la melancolía sería la condición de lo impolítico. Las poéticas del retorno corresponderían a una praxis narrativa de renuncia a la dimensión política de la literatura.

Para este estudio traigo a colación dos novelas de los años noventa: La

Vir-gen de los sicarios de Fernando Vallejo, publicada en 1994 y El asco. Thomas Bernhard en San Salvador de Horacio Castellanos Moya, publicado en 1997.

Las dos novelas comparten esta visión melancólica del espacio del regreso a partir de dos instancias narrativas que ostentosamente declaran su no pertenen-cia a la nación. De hecho cuestionan una visión esperanzada y consoladora del regreso, tema recurrente en su narrativa, y rechazan una noción estereotipada de la identidad. Su feroz distanciamiento de la patria ya irrecuperable produce una visión de la realidad irónica y grotesca, marcada por la demolición y la denigración del concepto de nación y de identidad colectiva. Las novelas se configuran como diatribas contra Colombia y El Salvador, respectivamente, que traen su origen del viaje de regreso de los protagonistas. Su requisitoria es un decir incesante y desmedido, que procede de la actitud melancólica de los protagonistas que se sitúan fuera de la nación y de la colectividad. Así que los dos personajes también representarían una forma de lo impolítico. Rechazando el ámbito de lo público y de lo común, serían personajes resignados que han renunciado a cualquier intervención en la vida política que no sea la agresión verbal. Sin embargo –y en esta aparente contradicción consiste mi propuesta crítica– es justamente la melancolía que transforma la arenga de estos persona-jes desdeñosos en una implícita amonestación política y convierte el discurso insolente e inoperante en una forma de fecundo antagonismo.

Aristóteles introduce el tema de la melancolía a través de una pregunta: ¿porque los hombres excepcionales (περιττoί) en filosofía, arte, literatura,

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muestran un temperamento melancólico, o sea la pasión de la bilis negra? Lue-go el filósofo, coherente con la teoría de los humores de Hipócrates, muestra la conexión entre la excepcionalidad y la melancolía, mencionando a persona-jes famosos que muestran las manifestaciones psíquicas (desvarío y arrebato) y físicas (úlceras y llagas) de este estado. El exceso de bilis negra produce indivi-duos proclives a la enfermedad, inestables, excepcionales. En Aristóteles, el afligido por la melancolía es περιττός, adjetivo que antes que ‘genial’, indica lo que excede y sale de regla, luego ‘desmedido, redundante, recargado’. Antes que genios, los melancólicos son personajes hiperbólicos que se enfrentan con un residuo superfluo. Como demuestra el estudio del filósofo italiano Marco Mazzeo (122), la traducción de περιττός como ‘genial’ ha cancelado la poliva-lencia del término, también remarcando el significado de acidia y apatía, rela-cionado con la genialidad. La melancolía sería un estado de parálisis cercano a la depresión. En este sentido es retomada por Freud en Duelo y melancolía: «La melancolía se singulariza en lo anímico por una desazón profundamente doli-da, una cancelación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capaci-dad de amar, la inhibición de toda productivicapaci-dad y una rebaja en el sentimien-to de sí que se exterioriza en ausentimien-torreproches y ausentimien-todenigraciones y se extrema hasta una delirante expectativa de castigo» (241). Por lo contrario, recuperan-do el exceso de la bilis negra, que cambia los caracteres y produce acciones desmedidas e imprevisibles, se restituye a los melancólicos la dimensión prag-mática de su condición. El imposible regreso a la patria implica una condición melancólica, pero esta no corresponde solamente a la contemplación pasiva y resentida del desastre, sino también a una representación violenta, desmedida, que reclama una toma de posición.

El tiempo de la ficción de las dos novelas corresponde al periodo de su re-dacción. El escenario de la Virgen de los sicarios es Medellín en los años No-venta, cuando la ciudad es dominada por el narcotráfico y sufre una violencia descomedida. Los hechos de El asco ocurren en San Salvador, cuando la guerra ya ha terminado desde hace unos años1 y el país sufre la frustración y el desen-gaño, mientras crece la violencia criminal. En ese entonces, Fernando Vallejo y Horacio Castellanos Moya estaban en el extranjero2.

Más allá de las circunstancias empíricas y de la semejanza de los núcleos narrativos, las novelas coinciden en el uso de la diatriba y sus formas retóricas, pero sin el desarrollo de un pensamiento ético que caracteriza la diatriba clási-1 El Gobierno de El Salvador y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) firmaron los Acuerdos de Paz en 1992.

2 En los años Setenta los dos escritores expatriaron, Fernando Vallejo se fue de Colombia en 1971, Castellanos Moya de El Salvador en 1979.

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ca. Por fin, los dos escritores ficcionalizan –en grado diferente– datos de su propia vida, construyendo una correspondencia entre el personaje ficticio y la instancia extratextual del autor real. La ambigüedad de este recurso ha deter-minado, por parte de críticos y de lectores, una lectura (desacertada) que equi-para la identidad onomástica con la conformidad ideológica.

Medellín, lugar de un desastre hiperbólico

Era que todo lo mío, hasta eso, se acabó Fernando Vallejo. La Virgen de los sicarios (78)

La Virgen de los sicarios comienza como un cuento infantil: «Había en las afue-ras de Medellín un pueblo silencioso y apacible que se llamaba Sabaneta» (Vallejo 7). Como en la fábulas clásicas, el íncipit establece una atmosfera sose-gada y a través del verbo al imperfecto distancia temporalmente el lugar de la acción. En la oración sucesiva se produce de inmediato la rotura de esta con-dición de equilibrio y quiete. La atención se desplaza hacia el yo, el registro se vuelve más cotidiano e irrumpe la oralidad. Sabaneta, que parecía quedar en un sitio lejano y quizás fabuloso, se puede alcanzar siguiendo banales instruc-ciones: «a mitad camino entre dos pueblos […] a mano izquierda viniendo» (7). Luego, la narración recupera una dimensión fabulosa, que de nuevo des-plaza Sabaneta hacia los límites de lo real: «Estaba al final de esa carretera, en el fin del mundo. Más allá no había nada, ahí el mundo empezaba a bajar, a redondearse, a dar vuelta» (7). Esta alternancia entre la imaginación y la refe-rencia concreta corresponde sea a la fractura entre el pasado y el presente, sea a la oscilación seguida entre el lenguaje poético y el lenguaje coloquial. Es evi-dente en el en siguiente fragmento, donde se pasa de las aguas cristalinas a las aguas inmundas: «corría una quebrada descubierta, uno de esos arroyos de Medellín otrora cristalinos y hoy convertidos en alcantarillas que es en lo que acaban todos, arrastrando sus pobres aguas la porquería de la porquería huma-na» (90). De este modo, en La Virgen de los sicarios se pone en escena un conflicto temporal, espacial y lingüístico.

La voz narradora es de un anónimo gramático antioqueño, ya anciano, que regresa a Medellín después de muchos años. Aquí conoce y se enamora de Alexis, un sicario de dieciséis años, desempleado después de la muerte de Pa-blo Escobar. El narrador es seducido por su belleza, su juventud, su jerga, su incultura: «esta pureza incontaminada de letra impresa, además, era de lo que más me gustaba de mi niño» (52). Convencido de su falta de conciencia, el narrador lo considera un ser inocente. La pareja recorre las calles de la ciudad,

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en una suerte de peregrinaje hacia los lugares de la infancia del narrador. Pero los sitios visitados ya no corresponden a las imágenes guardadas en sus recuer-dos. Ahora, en la iglesia de Sabaneta, los sicarios llenan el altar de la Virgen con flores y velas para pedirle «que no les vaya a fallar, que les afine la puntería cuando disparen y que les salga bien el negocio» (17). Sabaneta, que antes quedaba en el campo, ahora es un barrio de la caótica aglomeración urbana: «la ciudad la había alcanzado, se la había tragado» (10). La prosopopeya configura la ciudad como un monstruo que devora sus alrededores y transforma los sitios. La violencia del proceso de urbanización corresponde al ímpeto del lenguaje que la describe. El desajuste entre el espacio de la memoria y el espacio de la realidad transforma al narrador en un ser melancólico que lleva a cabo una feroz diatriba contra Colombia, dirigiéndose a un indeterminado interlocutor mudo. Caminando con su pareja, él mide el desastre: «¿Los teléfonos públicos? Destrozados. ¿El centro? Devastado. ¿La Universidad? Arrasada. ¿Sus pare-des? Profanadas con consignas de odio» (75). Frente a la ruina de su ciudad, el narrador toma distancia: «nos desbarajustó después Colombia, o mejor dicho, […] se ‘les’ desbarajustó a ellos porque a mí no, yo aquí no estaba, yo volví después, años y años, décadas, vuelto un viejo, a morir» (8). Excluyéndose del nosotros, el narrador rechaza su identidad nacional y pasa del extrañamiento provocado por la incompatibilidad entre el recuerdo y la realidad presente, a la extranjería. Celina Manzoni también subraya este pasaje y lo considera el efecto de un «momento de ira» (45). En mi opinión, en cambio, la extrañeza a la nación es un núcleo esencial de la novela, remarcado en otros pasajes: «Co-lombia ya no es mía, es ajena» (9) o «Yo no soy de aquí. Me avergüenzo de esa raza limosnera» (16). Además, la causa de la extrañeza no es la ira, sino, de nuevo, la melancolía inducida por la pérdida. Siguiendo a Freud, la melancolía deriva de la incapacidad de elaborar el luto por la pérdida del objeto amado, que en este caso es el espacio de la infancia, y produce como efecto la remoción rencorosa de la identidad cultural y lingüística.

En su vagabundeo, el narrador despotrica contra el ruido, la grosería, la falta de belleza; Alexis, inocente y puro como un Ángel Exterminador, reaccio-na matando a las persoreaccio-nas que incomodan o simplemente no le gustan a su enamorado: un transeúnte, un hippy, un mimo, un taxista… Las actividades de la pareja son definidas tanto a nivel diegético como a nivel discursivo. A partir de la focalización, el narrador realiza fundamentalmente actuaciones internas –piensa, ama, odia, rechaza– que verbaliza a través de un discurso cargado de intolerancia. El joven sicario, en cambio, se caracteriza por su actuación gestual y dinámica, que depende de los pensamientos y de las emociones del narrador. Dicho de otro modo, el narrador es el discurso, el sicario es el gesto. Este hiato entre decir y hacer, entre pensar y acaecer, también depende de la melancolía.

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Siendo la condición del desajuste entre la realidad y la imaginación, la melan-colía produce y elabora también la fractura entre la acción y la palabra, entre decir y acaecer.

A pesar de tener una actitud constante, el narrador no es un personaje está-tico. A lo largo de la novela sufre una pérdida progresiva tanto de su identidad como de su consistencia material. Cuando vuelve a la iglesia del Sufragio, «donde sin mi permiso me bautizaron» (78), el gramático descubre que el bau-tisterio ha sido tapado con un muro de cemento, borrando simbólicamente su nombre de pila. Cabe señalar que en la novela solamente una vez aparece el nombre del protagonista, cuando Alexis, un momento antes de morirse, grita: «‘¡Cuidado!, Fernando!’ […] Fue lo último que dijo, mi nombre, que nunca antes había pronunciado» (92). El narrador se llama Fernando, pero al ser nombrado no resulta más consistente, más real. El nombre pesa como una lá-pida. El día anterior a la muerte de su amante, Fernando le había pedido que matara a un perro moribundo, pero Alexis no quiso. Desesperado por el sufri-miento del animal, el narrador le quita el arma y dispara. Por primera vez, la muerte lo lastima, tanto que quiere suicidarse: «la mirada implorante de esos ojos dulces, inocentes, me acompañará mientras viva» (91). Él mismo dice que las muertes de seres queridos, Alexis y el perro, lo transforman en un muerto en vida, un ser invisible.

Su nuevo amante es Wilmar, otro joven sicario, otra vez ‘el único’. Con él se repiten los vagabundeos, las matanzas, las injurias pero la repetición es un ejer-cicio inútil y perecedero que muestra la frustración del regreso. Fernando se vuelve más melancólico y cuando por fin encuentra un sitio preservado de los estragos del tiempo, su casa natal, su persistencia es una premonición de muer-te. Al constatar que todo está igual, la casa y el barrio igual, el narrador comen-ta: «Sólo que lo que no cambia está muerto» (122). La recomposición de un espacio armónico es imposible, ni la suspensión ni la marcha del tiempo pue-den restituir el espacio del pasado. En este mapa de la descomposición de la identidad, las comunas representan para el narrador el verdadero discrimen en la nueva configuración de la ciudad: «cuando yo nací ni existían. […] Las en-contré a mi regreso en plena matazón, florecidas, pesando sobre la ciudad co-mo su desgracia» (32). Los barrios marginales rodean a Medellín asediándolo. El centro de la ciudad (abajo) y las comunas (arriba) ocupan espacios diferen-tes en una topografía de la separación:

Sí señor, Medellín son dos en uno: desde arriba nos ven y desde abajo los vemos, sobre todo en las noches claras cuando brillan más las luces y nos convertimos en focos. Yo propongo que se siga llamando Medellín a la ciudad de abajo, y que se deje su alias para la de arriba: Medallo. Dos nombres puesto que somos dos, o uno pero con el alma partida. ¿Y qué hace Medellín por Medallo? Nada, canchas de

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fútbol en terraplenes elevados, excavados en la montaña, con muy bonita vista (nosotros), panorámica, para que jueguen fútbol todo el día y se acuesten cansados y ya no piensen en matar ni en la cópula. A ver si zumba así un poquito menos sobre el valle el avispero (99).

Pero en estos «rodaderos, basureros, barrancas, cañadas, quebradas» (69) nacen los sicarios, aquí nacieron Alexis y Wilmar. Por eso, de la connotación negativa de este espacio, Fernando puede pasar a una denotación diferente, ad-quiriendo una perspectiva nueva, que le permite descubrir una posible belleza de Medallo: «a fuerza de ser tan feas las comunas son hasta hermosas» (99). Asimis-mo el espacio de Medellín se vuelve herAsimis-moso cuando se identifica con el espacio del cuerpo del amado: «de veras que es hermoso. Desde arriba o desde abajo, desde un lado o desde el otro, como mi niño Alexis. Por donde lo mire usted» (68). De hecho Fernando es fascinado por ese moderno pesebre inalcanzable, al cual puede subir sólo después de la muerte de Alexis, cuando ya es un muerto en vida. Él no puede recomponer la fractura entre Medellín y Medallo, mas a partir de su relación con los sicarios matiza la noción y la localización de la culpa y de la inocencia. A la visión de un centro inocente asediado desde arriba por las co-munas culpables, contrapone la imagen de un centro culpable por indiferente y aprovechado: «ni en Medellín ni en Colombia hay inocentes» (97).

Wilmar muere en un atraco y el último lugar que Fernando visita es la mor-gue. La novela termina con la despedida de su interlocutor, ahora su parcero. El gramático ya había explicado el término: «¿Y ‘parcerito’ que es? Es aquel a quien uno quiere aunque uno no se lo diga aunque él bien que lo sabe. Sutileza de las comunas, pues» (45-46). Como ya ha mostrado egregiamente Celina Manzoni, el discurso del narrador es una forma de traducción de la realidad colombiana, una manera de ordenar el caos de un lenguaje irreconocible. La comprensión del país empieza por la lengua: «todo el problema de Colombia es una cuestión de semántica» (56). El narrador interpreta, explica las palabras de la jerga de las comunas, con sarcasmo pero también con admirado asombro frente a un idioma tan expresivo: «[Alexis] no dijo ‘Yo te lo mato’, dijo ‘Yo te lo quiebro’. Ellos no conjugan el verbo matar: practican sinónimos» (29).

La reflexión sobre el lenguaje es una modalidad de re-apropiación del espa-cio. Si Medellín le parece una ciudad trivial e inculta, su discurso por antítesis será culto y letrado. Por esta razón el narrador no solamente despotrica, sino lo hace utilizando fielmente las formas retóricas de la diatriba. En su argumen-tación se encuentran las figuras de expresión de la amplificación, como el én-fasis, la hipérbole, la perífrasis que fortalecen la posición del narrador. Asimis-mo, el interlocutor ficticio implica la presencia de las apostrofes, de las pregun-tas retóricas y de las objeciones. Pero la diatriba es vaciada de su contenido

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ético, no supone algún proceso de corrección ni soluciones que no sean dispa-rates. «¿La solución para acabar con la juventud delincuente? Exterminen la niñez» (32). El lenguaje exacerbado es otra forma de traducción: parodia los lugares comunes de unos discursos de los biempensantes que nunca se acerca-ron a Medallo.

San Salvador, el lugar del asco

Nunca pensé volver Castellanos Moya. El asco (66)

En su diatriba contra Colombia, Fernando arremete contra muchos elementos concretos que por lo común remiten a una noción de la identidad nacional. La comida, la música, la cerveza, el futbol, la televisión, los monumentos integran la negatividad de un país hundido. El asco. Thomas Bernhard en San Salvador empieza justamente por estos elementos triviales que desencadenan el discurso resentido de Edgardo Vega:

una cerveza cocina, para animales, que solo produce diarrea, es lo que bebe la gen-te aquí, y lo peor es que se siengen-te orgullosa de beber una cochinada, son capaces de matarte si les decís que lo que están bebiendo es una cochinada, agua sucia, no cerveza, en ningún lugar del mundo eso sería considerada como cerveza, Moya, vos lo sabés como yo, ese es un líquido asqueroso, solo lo pueden beber con tal pasión por ignorancia, me dijo Vega, son tan ignorantes que beben esa cochinada con or-gullo, y no con cualquier oror-gullo, sino con orgullo de nacionalidad (Castellanos Moya 15-16).

El fragmento muestra con claridad el registro y la modalidad del discurso que se mantendrán iguales a lo largo del monólogo. Vega despotrica dirigién-dose a Moya, interlocutor mudo que reproduce sus palabras.

Vega vive desde hace dieciocho años en Montreal y se encuentra en San Salvador debido a la muerte de la madre. Sólo una situación contingente pudo obligarlo a regresar a un país del cual huyó disgustado:

la cosa más cruel e inhumana que habiendo tantos lugares en el planeta a mí me haya tocado nacer en este sitio, nunca pude aceptar que habiendo centenares de países a mí me tocara nacer en el peor de todos, en el más estúpido, en el más cri-minal, nunca pude aceptarlo, Moya, por eso me fui a Montreal, mucho antes de que comenzara la guerra, no me fui como exiliado, ni buscando mejores condiciones económicas, me fui porque nunca acepté la broma macabra del destino que me hizo nacer en estas tierras (21).

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De manera más explícita que en La virgen de los sicarios, el objetivo es la disolución de la identidad nacional: «Simplemente nunca acepté que tuviera el mínimo valor esa estupidez de ser salvadoreño» (22) y luego «todavía hay des-pistados que llaman ‘nación’ a este sitio, un sinsentido, una estupidez que daría risa si no fuera por lo grotesco» (30).

Siendo San Salvador una ciudad inmunda también en la memoria, el regre-so ratifica y fortalece una percepción y un juicio del todo negativos. Ya desde el viaje en avión, la ilusión del regreso a la patria se vuelve ridícula y grotesca:

Horrible, Moya, una experiencia terrorífica, el peor viaje de mi vida, siete horas en aquella cabina repleta de sombrerudos recién escapados de algún manicomio, siete horas entre sujetos babeantes que gritaban y lloraban de algarabía porque estaban a punto de regresar a esta mugre, siete horas entre sujetos enloquecidos por el alco-hol y la inminente llegada a su así llamada patria (93).

Vega constata, sin la aflicción de Fernando, la misma expansión violenta y devoradora de la capital: «Horrible como ha crecido esta ciudad, Moya, ya se comió casi la mitad del volcán, ya se comió casi todas las zona verdes que la circundaban, una tremenda vocación de termita tiene esta raza, se lo come to-do» (50-51). Las gasolineras y las hamburgueserías han transformado San Sal-vador en una «versión grotesca, enana y estúpida de Los Ángeles» (51).

Como Fernando, Vega acomete contra la ignorancia y las malversaciones de los políticos. En su opinión, el fin de la guerra delató la hipocresía de los dos mandos, militares y guerrilleros, que engañaron a un pueblo estúpido, enarbo-lando causas falaces. Los políticos de la posguerra vienen de esta historia y por eso apestan:

quizá sea por los cien mil cadáveres que carga cada uno de ellos, quizá la sangre de esos cien mil cadáveres es la que los hace apestar de esa manera tan particular, quizás el sufrimiento de esos cien mil muertos les impregnó esa manera particular de apestar, me dijo Vega (30).

La invectiva despectiva y sarcástica de Edgardo Vega evoca explícitamente la perorata de Murnau, el protagonista de Extinción de Thomas Bernhard, del cual se hace una evidente parodia. El intento de ambos monólogos es producir un distanciamiento de Wolfsegg/San Salvador, ciudades pervertidas y culpa-bles de su perversión. Las oraciones son largas, proceden por una superposi-ción de argumentos dictados por los pensamientos y las emociones, son una recriminación y un desahogo. La rapidez de esta acumulación es interrumpida por unas intervenciones: «escribe Murnau» y «le dije a Gambetti» en

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fun-ción de estas pausas es la misma, o sea crear un juego entre acercamiento a y distanciamiento de un narrador que reproduce las palabras que Murnau escri-bió o que Edgardo Vega pronunció. Sin embargo, en la simetría de estas inter-venciones, hay una diferencia sustancial: mientras el narrador de Extinción se desdobla en Murnau, el narrador de El asco funciona como contrapunteo de Vega. Vega quiere que su interlocutor se adhiera a su posición, por eso lo in-terpela y le pregunta repetidas veces cómo puede quedarse en el país:

San Salvador es horrible, y la gente que la habita, peor, es una raza podrida, la guerra trastornó todo, y si ya era espantosa antes de que yo me largara, si ya era insoportable hace dieciocho años, ahora es vomitiva, Moya, […] por eso no me explico qué hacés vos aquí, cómo podéis estar entre esta gente tan repulsiva, entre gente cuyo máximo ideal es ser sargento (26).

La diatriba de Vega es políticamente incorrecta. Aunque él reconozca las responsabilidades de la guerra, la culpa del desmoronamiento de El Salvador es esencialmente de «una raza tan rastrera, tan sobalevas, tan arrastrada con los militares, nunca he visto un pueblo tan energúmeno y criminal, con tal voca-ción de asesinato, un verdadero asco» (27). Para renegar de su propia identi-dad, Vega adquiere una actitud esencialista, en sus declaraciones la identidad es una entidad inamovible, con características definidas y homogéneas, una raza. Al fragmento recién mencionado hace eco este extracto de La Virgen de

los sicarios «esta es una raza ventajosa, envidiosa, rencorosa, embustera,

traicio-nera, ladrona: la peste humana en su más extrema ruindad» (Vallejo 31-32). La ‘raza colombiana’ es mezquina (44), perversa (64), depravada y subhumana (75), la ‘raza salvadoreña’ se caracteriza por su hipocresía (51), por su «habili-dad para el robo y la estafa» (48).

Esta retórica de la incorreción y del exceso utiliza la redundancia y la reitera-ción, prerrogativas de las diatribas y de la parodia. En La Virgen de los sicarios el exceso se expresa tanto al nivel discursivo, con la amplificación, como a nivel diegético. Durante el paseo por las calles de Medellín, sea con Alexis sea con Wilmar, se repiten actos de violencia, en sus diferentes declinaciones. Como para la propiedad conmutativa de la adicción, el orden de los factores no altera la suma. Pero la multiplicación de los crímenes sí varía el resultado: la violencia reduplicada y exacerbada en demasía, termina siendo ridícula, caricaturesca. En

El asco la reiteración concierne el nivel del discurso, es el dispositivo de palabras

replicadas, de frases obsesivamente retomadas con variaciones mínimas, acumu-ladas y aumentadas, hasta perder su significado por saturación semántica.

En El asco no se registra la oscilación entre dos registros que como vimos caracteriza la Virgen de los sicarios, sino la discrepancia entre una prosa refina-da y el léxico grosero que utiliza. Como Fernando, Vega es un hombre culto,

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cuyo estilo es contaminado por elementos coloquiales e influido por la orali-dad. Su voz es ajena a la cultura ágrafa de un país «donde los pocos que pueden leer jamás leerían un libro de literatura» (85). El utilizo de la formas retóricas de la diatriba aquí también funciona como expresión de extranjería al país natal. A las ya mencionadas figuras de la amplificación, debe añadirse la

com-moratio que acerca a un primer enunciado otro equivalente, provocando la

demora repetida en una idea:

la hipocresía congénita de esta raza, la hipocresía que los lleva a desear en lo más ín-timo de su alma convertirse en gringos, lo que más desean es convertirse en gringos, te lo juro Moya, pero no aceptan que su más preciado deseo es convertirse en gringos, porque son hipócritas, y son capaces de matarte si criticas su asquerosa cerveza Pílse-ner, sus asquerosas pupusas, su asqueroso San Salvador, su asqueroso país (52).

Esta permanencia en los mismos conceptos, dilatados y repetidos, produce un efecto redundante cuyo fin es parodiar los discursos simplistas y convencer al interlocutor. Así que, repito, se supone el desacuerdo de Moya.

Como en Medellin, en San Salvador laviolencia ha configurado un espacio urbano irreconocible. El miedo ha convertido las casas en fortalezas amuralla-das, «cada casa es un pequeño cuartel al igual que cada persona es un pequeño sargento» (40). De hecho, la población imita a los militares: «todos traen las ganas de matar en la mirada, en la manera de caminar, en la forma en que ha-blan, todos quisieran ser militares para poder matar, eso significa ser salvado-reño, Moya, querer parecer militar» (26).

Caminando por las calles, Fernando absorbe y provoca violencia, soportado por sus amantes, Vega en cambio se siente asediado sin contar con el apoyo de nadie. Lo que más teme es perder su pasaporte canadiense, instrumento nece-sario para regresar a Montreal, pero más que todo símbolo de su liberación. Por esta razón, cuando extravía su documento, Vega muestra toda su paranoia: «El terror se apoderó de mí, Moya, el terror puro y estremecedor: me vi atra-pado en esta ciudad para siempre, sin poder regresar a Montreal; me vi de nuevo convertido en un salvadoreño que no tiene otra opción que vegetar en esta inmundicia, me dijo Vega» (121). Encontrado el pasaporte, solo quiere largarse de El Salvador.

Conclusión

El asco y la Virgen de los sicarios son ataques demoledores contra el espacio del

regreso. Hiperbolizándola, imitan una dinámica del pensamiento, una manera de dictaminar, desenmascarando la hipocresía y la presunta inocencia de la

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sociedad. No deconstruyen los términos que problematizan, como raza o iden-tidad, sino los refuerzan con intención paródica.

Las dos novelas presentan una voz despiadada que nace en la distancia para contar el imposible regreso al país. Imposible porque el país querido ya no existe (La virgen de los sicarios) o porque el país odiado sigue siendo detestable (El asco). A partir de su condición de exiliados y de su proclamada extranjería, los dos sujetos de la enunciación se representan como seres ajenos al sistema corrompido y hablan desde fuera de la colectividad. Esta separación, aunque voluntaria, establece una condición melancólica. Su requisitoria es desmedida, redundante, recargada porque nace de la bilis negra. El melancólico no contro-la contro-las consecuencias de sus pacontro-labras y de sus actos, creando un espacio fuera de control, como es evidente en la dinámica de la pareja de la Virgen de los sicarios. El exceso (en nuestro caso del lenguaje, de la representación) provoca una crisis en lector, pero el espacio de actuación creado por la actitud melancólica no necesariamente debe llenarse de cadáveres y de despecho, sino puede vol-verse el lugar de la posible construcción de un cambio.

A nivel extra textual, Vega y Fernando, personajes περιττοὶ posmodernos, a través de los destinatarios ficticios convocan a llenar este espacio de actua-ción. En la Virgen de los sicarios, el interlocutor sufre un celado proceso de crecimiento que al final de la novela lo transforma no solamente en testigo de la ruina de Colombia, sino en parcero, que en la jerga de Medellin es el com-pinche. El apodo implica la involucración del interlocutor menos en las haza-ñas de los antihéroes Alexis y Wilmar (Jaramillo 22) más en la devastación del país. Cito de nuevo: «¿Y qué hace Medellín por Medallo? Nada» (99).

En El asco, las reiteradas remisiones de Vega a Moya suponen un desacuer-do, una distancia de su interlocutor. Las preguntas retóricas que en la diatriba clásica apuntan a la adhesión a las ideas del emisor, aquí, debido a la incorrec-ción del lenguaje que moviliza sentimientos de rabia y rechazo, funcionan co-mo interpelación a tomar una posición diferente. Las interpelaciones a Moya son el resquicio para interrumpir una postura totalmente destructiva.

Mientras tanto, en las dos novelas, Medellín y San Salvador son ciudades ilegibles, o mejor dicho, que pueden leerse y escribirse solamente en voz alta, despotricando contra la abdicación de los políticos y de los ciudadanos. El conflicto con el espacio del regreso, menospreciado y burlado, no puede resol-verse. De nuevo migrantes, Vega vuelve a Montreal, Fernando toma un bus «para donde vaya, para donde sea» (142).

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Bibliografia citada

Aínsa, Fernando. Palabras nómadas. Nueva cartografía de la pertenencia. Madrid: Iberoamericana Vervuert. 2012.

Aristotele. Problemas. Trad. es. Ester Sánchez Millán. Madrid: Gredos. 2004. Bernhard, Thomas. Extinción. Un desmoronamiento. Alfaguara. 1992.

Castellanos Moya, Horacio. El asco. Thomas Bernhard en San Salvador. Barcelona: Tusquets. 2007. Freud, Sigmund. “Duelo y melancolía”. Id. Obras completas. XIV. Buenos Aires: Amorrortu.

1993: 235-256.

Jaramillo, María Mercedes. “Memorias insólitas”. Gaceta, 42-43 (1988): 9-25.

Manzoni, Celina. “Fernando Vallejo y el arte de la traducción”. Cuadernos hispanoamericanos, 651-652 (2004): 45-56.

Manzoni, Celina. “Poéticas del retorno. Las pesadillas del regreso en la cultura latinoamericana contemporánea”. CELEHIS. Revista del Centro de Letras Hispanoamericanas, 29 (2015): 161-179.

Mazzeo, Marco. Malinconia e rivoluzione. Roma: Editori Riuniti. 2012. Vallejo, Fernando. La Virgen de los sicarios. Bogotá: Alfaguara. 1994.

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