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Retratos de mujeres salvajes en la ficción de Pilar Pedraza

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Academic year: 2021

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CONFLUENZE Vol. IX, No. 2, 2017, pp. 136-161, ISSN 2036-0967, DOI:

https://doi.org/10.6092/issn.2036-Retratos de mujeres salvajes en la ficción de Pilar

Pedraza

Valeria Palmieri UNIVERSITÀ DEGLI STUDI DI CAGLIARI

ABSTRACT

When the narrative converges with a world of monstrosity, the speaking subject and the object described would establish a dichotomous relation, consisting on words and silences that determine who has the right to speak clearly and who is going to be the subject of discussion. Historically, writers have silenced women throughout literary narrative, regarding them as an instrument to project the conjectures of the patriarchal society. The misogynistic mythology described them as a constant threat to social order, giving a bequest of controversial characters still included in the fiction of modern authors. Analysing the protagonists of select novels by Pilar Pedraza, a rewriting of their portrayals could be heightened, as the perspective of the descriptions of these terrible figures changes when a woman is the one to create fantastical narration.

Keywords: gender, literary monsters, bearded woman, savage women.

Cuando la narrativa encuentra el mundo de lo monstruoso, se establece entre el sujeto que habla y el objeto de su descripción una relación dicotómica, hecha de palabras y silencios que determinan quién tiene derecho a expresarse y quién va a ser motivo de discusión. Silenciada a menudo por el escritor, descrita en cierta mitología misógina como amenaza de un orden social de signo patriarcal, la mujer aparece en una galería de personajes controvertidos que llegan hasta la novela actual. Analizando las protagonistas de algunas novelas de Pilar Pedraza la perspectiva de las descripciones de estas figuras atroces cambia cuando es una mujer la que crea narraciones fantásticas.

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En el estudio de la ficción fantástica, la frecuente representación de la mujer a través de arquetipos que, a menudo, tienen solo un matiz despectivo, anima a considerar aquellas obras que reelaboran componentes de la tradición iconográfica narrativa. En ellas se observa una búsqueda de libertad y diferentes posibilidades por parte de las protagonistas, situadas en un entorno al límite entre lo posible y lo imposible. La autora toledana Pilar Pedraza, definida como la “Dama Oscura” de la literatura española, retoma tanto en ensayos como en obras de ficción, una visión misógina tradicional, fuente de donde han surgido los diferentes personajes femeninos de la mitología de todos los tiempos. Por una parte, Pedraza analiza en profundidad figuras históricas controvertidas, incorporándolas a su ficción. Por otra, explota aquellas que ya han entrado en el imaginario colectivo, como mujeres salvajes, brujas y femmes fatales. Todas parecen estar bajo una capa fantástica, que les confiere habilidades descomunales con las que, al final, desafían las reglas de la realidad en la que viven y actúan. Ocupan el papel transgresivo y antinómico propio de los monstruos literarios, porque pecan de ὕβιςϱ y se oponen al raciocinio de los demás personajes.

De esta manera, manifiestan la existencia de lo imposible en lo real –o por lo menos, lo que hasta aquel momento ha sido concebido así en la diégesis. Consecuentemente, provocan un ineludible efecto de turbación, de miedo y hasta incluso terror: el hombre está agobiado por no poder justificar racionalmente la presencia del elemento transgresor en su entorno. Lo que Pedraza estimula a menudo es la capacidad de su lector de ajustar la perspectiva desde la que mira hacia el mundo, de forma que incluso se pueda subvertir el orden de las ideas con que codificar la realidad. La narrativa de la autora manifiesta una premura constante en buscar imágenes femeninas que puedan desmentir el papel que tienen en el orden literario, abarcando así nuevos horizontes. Este recurso puede incluso caracterizar su relación con el público, porque "si estudiamos la sorpresa como efecto literario, o los argumentos, veremos cómo la literatura va transformando a los lectores y, en consecuencia, cómo éstos exigen una continua transformación de la literatura" (Bioy Casares, 1977, p. 4).

Visiones extrañas y diferentes imponen buscar nuevos recursos de análisis, sugiriendo adoptar un punto de vista innovador para formar nuevas perspectivas con que medirse en el mundo exterior. Urge un tipo de escritura pululante de figuras etéreas, de una realidad deformada, de alucinaciones provocadas por "las aspiraciones, las inquietudes, las obsesiones, las supersticiones, los miedos o las angustias del sujeto humano" (Herrero Cecilia, 2000, p. 25). Su estudio purifica el espíritu de temores, al poder establecerse nuevos reflejos imaginarios de la psique colectiva. Precisamente Pilar Pedraza se preocupa de la posición de la mujer a través de ajuar iconográfico malvado y aspira a convertirlo en algo diferente. De hecho, lo siniestro originado y

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simbolizado por el miedo a la feminidad estimula ese proceso de catarsis y liberación, al tiempo que el enfoque narrativo deslumbra la monstruosidad escondida en el interior de cada individuo.

Efectivamente, la ciencia-ficción contemporánea reconoce que los monstruos más terroríficos, de los que hay que librarse, ya no asumen formas necesariamente insólitas para ser notados, sino que, al contrario, se insinúan en el ánimo humano. Son productos de un reflejo distorsionado de la sociedad. Mejor dicho, son los espejos en los cuales proyectamos los miedos sociales. El rasgo especular del género fantástico consiste en plasmar figuras que representan antinómicamente individuos incapaces de encajar en los preceptos morales y estéticos:

Esta experimentación con la doble personalidad construida sobre la base de la exégesis de lo convencional le sirve al autor para denunciar, igualmente, ahora desde el lado opuesto, a la sociedad que rechaza aquello que transgrede el conjunto de normas sociales aceptadas y condena y aparta lo diferente, “lo otro” que llamaran los góticos y que convirtieron en fuente inagotable de terror sublime, por resultar desconocido o amenazante. Una galería de hombres y mujeres inadaptados que el estado del bienestar ha dejado al margen recorre estas novelas para situarse en el primer plano, allá donde lo más sencillo acaba por convertirlos en asesinos. Estas historias se nos muestran pobladas de personajes condenados al ostracismo, a veces en el exilio auto-impuesto, que viven en los márgenes de unas sociedades aparentemente armoniosas y civilizadas, modelos de tantas otras(López Santos, 2009, pp. 186-187).

Estos dobles alterados nacen de la fantasía, pero actúan ya en un contexto extratextual que no les pertenece, eliminando una vez más los límites de la lógica de lo admisible y demostrando ser parte de un proceso estigmatizante del equilibrio y formas sociales instaurados. Específicamente, representan el recuerdo de los lados más oscuros, y en vano desterrados, por las convenciones sociales, temidos como resultados no perfectos de una sociedad evolucionada en la confianza total del poder del raciocinio que sigue los preceptos del siglo XIX de los cuales todavía somos, culturalmente, hijos y herederos. Pulsiones, deseos inconfesables, incontrolabilidad que parece más que nada un sinónimo de bestialidad, son las características que a menudo acomunan a estos “otros”.

La mayoría de las protagonistas de los libros de Pedraza son monstruos femeninos. Tienen una fuerte implicación con la muerte, tanto que locura y peligro se combinan en sus cuerpos para proporcionar un nuevo sistema de referencias iconográficas. Experimentan la liberación del cuerpo oprimido por lo prohibido, a través de una sexualidad no binaria y desinhibida. Además, el mundo de las tinieblas, evocado por los hombres que han sido los creadores de tales figuras horrorosas, representa ahora el aliado perfecto para transgredir

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"una censura socialmente admitida, puesto que tras las materias tratadas se esconde, generalmente, un tabú" (Mariño Espuelas, 2009, p. 47). Por lo tanto, la escritora asimila estas mujeres a lo reprimido, al misterio y al lado oscuro de la razón. Ellas eluden las leyes y los significados del mundo racional para introducir, insinuándolo con la sensualidad, lo que queda de inexplicable para el lector.

El hombre moderno no está acostumbrado a vivir rodeado de fenómenos incomprensibles y padece de ineptitud para disipar las visiones que lo atormentan. Estas alucinaciones se enlazan con la etimología del término: hallando su derivación del griego φανταστικός, descubrimos que su significado es “hacer ver de forma aparente, producir ilusión y también aparecer” (Herrero Cecilia, 2000, p. 25). Esto lleva a la conclusión de que el género literario empleado está connotado por una ambigüedad en la que quedarse, para decidir si lo extraño que se está contando pertenece al mundo de la posibilidad o al mundo de la imposibilidad1. Esta incertidumbre en el texto, que afecta tanto al narrador

como al lector, es lo que Tzvetan Todorov llama vacilación, experimentada cuando un acontecimiento aparentemente sobrenatural se manifiesta en un mundo regulado por las leyes naturales (Todorov, 1980, p. 24). Por tanto, el deleite que surge de la lectura de las novelas de Pedraza radica en adivinar qué límites podrán traspasar las bellas atroces, ya que, por propia admisión de la autora, lo que predomina en su obra es "lo fantástico, concepto más amplio y de más solera teórica, que consiste en la creación de mundos naturales y sobrenaturales estrechamente entrelazados, ese parpadeo entre lo real y lo irreal, lo que tan bien define Todorov"2.

Su narrativa otorga un papel de protagonistas a los monstruos femeninos, de manera que el lector está obligado a aceptar su presencia abyecta en el texto e, incluso, a reconsiderarla. Abundan las descripciones de los rasgos más estremecedores, que llegan hasta la profundidad de las almas condenadas a una oscuridad perenne. Retratando detalladamente a los personajes, se establece una estrecha relación con el otro que en general se rechaza, mientras cambia el punto de vista desde el que observarles. Este atento cuanto sincero análisis iconográfico, influido por la condición de Pedraza de investigadora de Historia de Arte y de Cine, utiliza palabras e impresiones visivas para describir las figuras femeninas de la diégesis, en la que la bella resulta a menudo coincidir con la bestia.

1 Pueden citarse a este respecto, entre los interesantes estudios de debate posteriores a las teorías

todorovianas, resumidas en el trabajo de Gregori, las aportaciones de Roas (2009) y Barrenachea (1972).

2 La autora tuvo la amabilidad de responder por correo electrónico a un cuestionario, enviado en

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En algunas obras en particular, la autora explora el estado de monstrum vel prodigium que despoja a los personajes femeninos de los derechos jurídicos y sociales, es decir, que los reduce a subhumanos. Partiendo de los testimonios históricos contenidos en su ensayo Venus barbuda y el eslabón perdido, Pedraza indaga en los fenómenos de teratología que son motivo de exclusión social para las personas afectadas por hipertrichosis universales congenita3. Sus cuerpos

simbolizan una clara reminiscencia de un pasado evolutivo salvaje, aberrante para una sociedad fundada en la racionalidad y que intenta alejarse de la naturaleza. La abundancia de vello les niega además la posibilidad de que se les reconozca el rasgo propio del género femenino, es decir, la falta de barba y pelos, anulando de tal forma no solo las fronteras entre las especies sino también entre los sexos. La incapacidad de colocar a estas mujeres en lo cotidiano, indicándolas como monstruos, está ligada al concepto de cuerpo como territorio de opresiones sujeto a determinadas reglas estéticas, a las que muy pocas han tenido el valor de rebelarse. Pedraza es consciente de la relevancia de la imagen en el mundo femenino y recurre a ello para presentar al público sus heroínas pilosas.

La importancia iconográfica de monstruos femeninos realmente existidos se revela como un recurso fundamental para el proceso de inventio de la autora. De hecho, ella misma declara las sensaciones que ciertas imágenes le proporcionaron; así, para caracterizar a la protagonista salvaje de El síndrome de Ambras se inspira en una pintura de 1593 que representa a Antonietta Gonsalvus, famosa mujer barbuda de la época:

A la niña Antonietta, hija de Petrus y de su bella mujer llamada Catherine, que fue retratada por Lavinia Fontana y se encuentra actualmente en el Museo de Blois, me la quedé para mí. Quiero decir que la incorporé a mi universo imaginario inmediatamente y para siempre [...] pasó a formar parte de un texto enamorado, inspirando el personaje de Serranilla de El síndrome de Ambras (Pedraza, 2009a, pp. 210-211).

Comparemos ahora esta belleza socarrona con otra imagen, la de Krao Farini, exhibida como fenómeno de circo a finales del siglo XIX, que aparece representada como Kreata, protagonista de Lucifer Circus.

3 Véase a este propósito la reseña sobre la exposición de 2004 en el Centro de Cultura

Contemporánea de Barcelona titulada El salvatje europeu, de la que Pilar Pedraza fue comisaria junto a Roger Bartra (Sánchez Gómez, 2005).

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Figura 1. W. & D. Downey, Krao, The Missing

Link, exhibited at the Aquarium, Westminster,

London, 1887.

Figura 2. Lavinia Fontana, Portrait of

Antonietta Gonsalvus, Musée du Château,

Blois, 1594-1595.

Cotejando por un momento los dos retratos, llaman la atención diferencias sustanciales, que también influirán a la hora de construir los distintos caracteres de los personajes. La fotografía de Krao muestra a una niña hirsuta y tierna, cuya sonrisa manifiesta los síntomas evidentes del síndrome en cuestión, con una dentadura que le confiere un aspecto sin duda bestial (Figura 1).El vello espeso sobre la frente hace pensar en el contacto híspido propio de un animal salvaje. El pelo corto hace suponer la intención del padre adoptivo, Farini, de no evidenciar demasiado su género sexual, sino de presentarla como un ser híbrido muy cercano al mundo de los simios. La camiseta de flores de raso es el único elemento que le confiere un ligero rasgo humano. Todo lo contrario de la coquetería mostrada por la pequeña Antonietta en el cuadro de Fontana (Figura 2). El largo cabello de apariencia suave lleva un gran tocado azul. La pomposidad de su vestido le proporciona un matiz de nobleza, quizá referida también a su ánimo. Las manos, rosadas y rechonchas, sostienen una carta que seguramente sabe leer. La boca queda cerrada en una sonrisa enigmática que recuerda a la Monna Lisa. Pero hay un detalle que señala una diferencia esencial entre las dos. La mirada un poco boba de la pequeña Krao, con las pupilas hacia arriba y el reflejo de las luces del estudio fotográfico, sugiere una idea de simpleza extrema, como se describirá también en la ficción. Por el contrario, la mirada de Antonietta, fija en el espectador, hace entrever un guiño de fúlgida inteligencia. La particularidad de los ojos castaños, luminosos y vivos, queda clavada en la memoria y parece requerir ser transpuesta de alguna manera en la

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ficción. A través de este breve análisis es posible asomarse al monstruo y a partir de ahí deducir sus características, Aún antes de haber hojeado las páginas de las novelas, se tiene la impresión de ir a encontrarse con una mujer salvaje diferente, o más bien, con una Venus barbuda y un eslabón perdido.

Hay que tener en cuenta el adjetivo con el que Pedraza describe el pelaje de Antonietta, o sea, "gatuno" (Pedraza, 2009b, p.35), porque proporciona una de las peculiaridades de Serranilla relacionada con su poder de seducción. La primera descripción del personaje que aparece en el texto elude la capa de monstruosidad, ya que son sus capacidades cautivadoras las que le han permitido ganarse la atención de muchos. Incluso la autora le reconoce su nobleza, aunque ficticia, cuando la retrata como "reina de las bestias y princesa entre los hombres" (Pedraza, 2008a, p. 51). Sus habilidades en el escenario esconden los pequeños defectos que le aporta su enfermedad, demostrando de tal forma su astucia. En el momento en que siente que su cuerpo la traiciona al cojear, disimula de repente con una danza improvisada que la libra de la situación embarazosa. Por otra parte, su belleza resulta irresistible hasta el punto que se le perdona cualquier fallo intrascendente.

La coquetería, ya evidenciada en el cuadro, se traslada ahora al personaje. Todo su aspecto está cuidado de manera llamativa, ni oculta su pelaje a los ojos del público, ni lo muestra para suscitar estupor, sino que resulta un adorno más a su "natural hermosura" (ibidem). Además, entre los espectadores hay un noble inglés, Lord Alexander Ashton, que para ella "no era un cazador que quisiera cazarla, sino una presa a quien ella deseaba apresar para su deleite" (ivi, p.55). La autora construye una paradoja por ser él un aventurero de verdad que estará obsesionado con una mujer tan bestial y, al mismo tiempo, tan similar a sí mismo. La manía del hombre se volverá una caza continua, en la que los límites entre presa y cazador estarán agudamente borrados.

Da la impresión que la autora ha tenido presente la Donna Scimmia de Ferreri y Azcona al plantear el encuentro entre Serranilla y Lord Ashton. En la película se cuenta la historia de María, casada con el empresario de sus espectáculos Antonio, de gira en París, donde es presentada bajo apariencia felina. Al principio está envuelta en muchas telas brillantes y tupidas, mientras se oye una música de reminiscencias orientales. Su compañero, vestido de aventurero, se atreve a quitarle poco a poco la ropa para descubrir su rostro y, al ver la cantidad de pelo que la cubre, finge estremecerse para aportar la justa medida de pathos a la representación. Sin embargo María, que al comienzo de la película es una mujer humilde y reservada, no tiene nada horrible en la cara. El maquillaje favorece que resplandezcan sus ojos, mientras que pequeños abalorios adornan su melena rubia. Los labios rojos y carnosos están semiabiertos e invitan a placeres lujuriosos. En un juego de sombras y luces, la mujer emprende una

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danza sinuosa que incita al hombre, de rodillas, debe sucumbir a una seducción que le resulta fatal.

Figura 3. Marco Ferreri, La Donna Scimmia,1964.

En el relato de Pedraza se observan evidentes correspondencias con la obra cinematográfica (Figura 3). En primer lugar, un juego de intertextualidad intrínseco en las obras de Pedraza que abarcan el tema de la hipertricosis, sobre el que la autora parece haber trabajado mucho. Ya en la colección de cuentos breves titulada Arcano Trece, hay una inversión similar de los roles entre hombre que caza y mujer presa, o sea, entre raciocinio y bestialidad, magistralmente representada en el cuento Anfiteatro. La víctima es Fabio Mur, profesor universitario cuya cotidianidad se rige por meticulosos razonamientos que le impiden admitir imprevistos de cualquier tipo. Sin embargo la casualidad de la vida le vence, constriñéndole a pedir hospitalidad en un lugar ajeno a él, la pequeña ciudad de Z. Aquí el lector asiste al espectáculo macabro de su derrota, en una casa que tiene una arquitectura similar a la de un anfiteatro romano. Pronto Mur encontrará a la bestia con la que debe enfrentarse, como si fuese un antiguo gladiador. De ella, en algunos momentos, se supone solo su existencia, por un "lejano rugido" (Pedraza, 2000, p. 170) o por una joven sirvienta que atraviesa el jardín llevando "un cubo lleno de carne" (ivi, p. 175). Desde luego la bestia aparece también mirando el retrato de la hija fallecida de su huésped. Su rostro recuerda irremediablemente el comportamiento felino: "[...] su cabello era negro como el azabache, y sus ojos claros y ausentes le recordaron los de un gato ensimismado en la contemplación de una presa imaginaria" (ivi, p. 182).

Después se descubrirá que Y., como se firma en la correspondencia epistolar con Mur, en realidad está viva aunque padece una enfermedad que va borrando poco a poco sus rasgos humanos:

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Mi enfermedad es del cuerpo, no del alma, aunque afecta a todo mi ser y pone en peligro la supervivencia de mi espíritu. Mi cuerpo, Fabio, está cambiando. Desde pequeña fui diferente, pero todos consideraban eso como una especie de graciosa peculiaridad. Unos ojos poco comunes, un talle demasiado flexible, la agilidad, el olor de la piel, el cabello sedoso, el vello... Fui una niña rara y preciosa, y una adolescente un poco siniestra. Después, todo fue en aumento, y pronto el proceso se consumará irreversiblemente y perderé mi auténtica naturaleza. (ivi, pp. 195-196)

La bella es la bestia que contra su voluntad disemina el pánico en la casa-anfiteatro. El amor de la madre, que para salvarla la da por muerta frente a todos, le impide quitarse la vida. Pero Y. ya no puede aguantar más su condición animal, porque choca con su esencia de mujer. La metamorfosis bestial la subyuga de una manera que recuerda las fantasías aterradoras de una sociedad patriarcal, relegando al salvajismo a los que no encajan perfectamente en el orden establecido. Ella misma sufre por su condición monstruosa y confía en la fe religiosa que le permita la supervivencia de su alma.

Lo que no puede tolerar, ni tampoco controlar, es la parte animal con la que nació por lo que ahora merodea inquieta en su habitación como si fuese una jaula. Tal vez al haber percibido el peligro, Mur no quiere aceptar el pacto narrativo que le proporciona Y. No concibe en su visión de la vida un elemento tan fantástico y terrible como la figura monstruosa encarnada por su interlocutora. Quiere escapar de su estado de personaje ficticio, en cuanto protagonista de un cuento absurdo e irreal. De hecho, niega su verdadera naturaleza, cuando declara con firmeza: "[...] no soy un personaje de novela fantástica, sino un profesor bastante convencional, en cuyo plan de vida no entra disparar con balas de plata sobre personas atacadas por males misteriosos" (ivi, p. 198). No obstante, su muerte resulta inevitable: Y. se lanza sobre su presa en un último arrebato felino, poniendo fin a la lucha angustiosa y sangrienta que se ha escenificado en el anfiteatro de la narración.

También en otros casos este tipo de mujer seduce para satisfacer su placer, es decir, atrae para luego atacar. Es consciente de que la visión de su cuerpo desnudo, tan híbrido y femenino al mismo tiempo, encantará a los que quieren aventurarse en goces fronterizos. El tema está esbozado en un cuento publicado en el volumen colectivo Hombre Lobo, titulado «Loba menguante». Allí Pedraza confirma que "el público adoraba ver desnudos aquellos cuerpos, cuya belleza no se echaba de menos porque ofrecían interesantes vías a la imaginación para volar al lugar preferido por Eros para sus escapadas: las fronteras animales y las fronteras de la vida y la muerte" (Pedraza, 2008b, p. 36). La concupiscencia con el mundo animal se presenta como si no fuera considerada algo aberrante, sino más bien un capricho imaginario destinado a quien de verdad sepa apreciar lo que se

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encuentra más allá de los placeres fácilmente alcanzables. Mejor dicho, se razona solo en términos sexuales, dejando bien distante el sentimiento amoroso. Irene, la mujer loba del cuento, comparte con Serranilla una exclusión del mundo representativo de los humanos: "Irene no amaba: se adhería tenazmente a quien le gustaba como una garrapata" (ivi, p.37)4. En ese caso actuarían dominadas por

las pasiones, por los impulsos sexuales, pero no por amor.

Incluso se podría identificar una probable alusión en el nombre Serranilla a las pulsiones sexuales de la salvaje Serrana de la Vera5. También personajes

emblemáticos las mujeres selváticas de la mitología estaban dotadas de cuerpos físicamente vigorosos, hasta el punto que lograban superar las fuerzas de los varones que capturaban. Los hombres que las encontraba en los bosques, de hecho, estaban atraídos por una sensualidad fuera de los cánones comunes. No obstante, ellas les usaban como si fuesen un objeto fálico para su mera satisfacción sexual. Una vez deleitadas, no albergaban en su ánimo la más mínima intención de respetar la vida de los amantes, dado que hubieran podido traicionarlas, revelando su existencia a los demás. Con el tiempo el mito de la Serrana sufre un cambio descriptivo que asocia su físico a una naturaleza más cercana a lo animal, pero sin mudar la atracción que ejerce sobre sus víctimas. Volvemos de nuevo al concepto por el que esta insólita belleza constituye un reto para el hombre racional, que presume de tener la capacidad para dominarlo todo.

La mujer salvaje, barbuda o enteramente pilosa, permanece en el centro del enfoque narrativo. Pedraza se interroga acerca de si esta bella atroz a los ojos de todos puede ser considerada como digna de recibir y dar amor, sin que los rasgos abyectos de su doble naturaleza se introduzcan y lo destrocen todo. La autora contempla una serie de soluciones. El profesor Mur cede al mundo de los sentimientos y de la irracionalidad cuando ve la belleza monstruosa de su amiga. Experimenta por primera vez "una ardiente compasión" (Pedraza, 2000, p.198),

dejándose devorar por ella. Irene, obcecada por su pasión bestial, agarra con las fauces la parte que adora de su amante deforme Jean-Jacques Liberá, es decir, el gemelo parásito Ignotus que sale de su vientre. Pero de esta manera lo deja morir desangrado. Finalmente, en El síndrome de Ambras la cuestión se hace más

4 Rebeca Martín nota que "en Loba menguante reaparecen, con distinto nombre y alguna pequeña

variación, diversos personajes de El síndrome de Ambras: el Magnus Tempestà del cuento se corresponde con Magnus Dampierre; Jean-Jacques Libéra e Ignotus, con Augusto y Lázaro Colaredo; Violette Demi, con Mademoiselle Violette. Por último, en la novela también hay una niña loba que responde al nombre de Serranilla. Muchos de estos caracteres están inspirados en personajes históricos, como los empresarios teatrales, trasuntos ambos de P. T. Barnum" (Martín, 2011, p.180).

5 Ya conocidas las serranas de la poesía medieval y en las comedias de Lope y Vélez de Guevar,

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compleja. La pasión entre Serranilla y Lord Ashton estalla entre iguales, ya que a lo largo del relato el noble inglés irá progresivamente transformándose en un hombre lobo. Podríamos acusar a la mujer salvaje del contagio, porque durante el encuentro sexual, Serranilla le muerde. Pero esta metamorfosis al final resulta provocada por un proceso ajeno a la ruinosa pasión abyecta que él experimenta.

De otra naturaleza es la historia de Kreata, igualmente pilosa pero mucho menos salvaje. La novela tiene una estructura propia de Bildungsroman, que funciona paralelamente para ella y la narradora, su hermana adoptiva Gemma. Entre ellas hay una contraposición clara: mientras la joven sufre por no recibir la atención que merece, Kreata desea una vida normal, anónima, lejos de las luces del escenario. Sin embargo, su cuerpo se lo impide. Por lo tanto, Pedraza reactúa, a través de su protagonista monstruosa, prácticas de otras – como el notorio caso de Madame Delait – cuando recurrían a la ropa masculina para enmascarar su aspecto barbudo6. Las normas constitutivas del género de alguna manera pueden

hacernos o deshacernos: disfrutar y jugar con la propia apariencia andrógina para la protagonista resulta, en algún momento, un recurso útil. En este momento en la diégesis se alude al concepto de performatividad de género de Butler, que cuestiona sobre lo que se considera natural y propio de un género, sin percatarse que más bien son actos repetitivos y rituales que ayudan a estilizar el cuerpo. Kreata se viste de muchacho para pasar desapercibida por las calles y efectivamente no se le nota más. Tiene éxito, entonces, en repetir gestos y posturas que no le pertenecerían por ser mujer. Pero por ser una monstrua, el lector puede interpretar este escamoteo en manera paródica, en que su corporeidad mal se ajusta a ambos sexos. Así explica Butler:

Las prácticas de la parodia pueden servir para volver a mostrar y afianzar la distinción misma entre una configuración de género privilegiada y naturalizada y otra que se manifiesta como derivada, fantasmática y mimética: una copia fallida, por así decirlo. Y seguramente la parodia se ha utilizado para fomentar una política de desesperación, que confirma la exclusión supuestamente inevitable de los géneros marginales del territorio de lo natural y lo real. No obstante, este fracaso para hacerse «real» y encarnar «lo natural», en mi opinión, es un fracaso de todas las prácticas de género, debido a que estos sitios ontológicos son fundamentalmente inhabitables. [...] La pérdida de las reglas de género multiplicaría diversas configuraciones de género, desestabilizaría la identidad sustantiva y privaría a las narraciones naturalizadoras de la heterosexualidad obligatoria de sus protagonistas esenciales: «hombre» y «mujer». La reiteración paródica del género también presenta la ilusión de la identidad de género como una profundidad inmanejable y una sustancia interior.

6 Véanse también otros estudios de la autora sobre el asunto: Pedraza, 2008c; Pedraza, 2011. Con

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Como consecuencia de una performatividad sutil y políticamente impuesta, el género es un «acto», por así decirlo, que está abierto a divisiones, a la parodia y crítica de uno mismo o una misma y a las exhibiciones hiperbólicas de «lo natural» que, en su misma exageración, muestran su situación fundamentalmente fantasmática (Butler, 2007, pp. 284-285).

Personajes históricos como Julia Pastrana y Krao Farini, sobre los que se construye el personaje de Kreata, padecieron la condición de mujeres hipertricosas, a las que la sociedad no reconoce el rasgo propio femenino al tener barba y vello. De tal forma, borden no solo la frontera entre los dos sexos sino también entre las especies. Esto ha implicado que otras como ella pasarán una vida entera intentando demostrar su pertenencia al género humano, examinadas por científicos de la época y explotadas en las exhibiciones de freak shows, donde bailaban y cantaban para atestiguar sus atributos femeninos. Pedraza añade al respecto:

Al no ser para su comunidad mujeres ni hombres, animales ni seres humanos, sino todo ello al mismo tiempo, su lugar natural es el dedicado a los monstruos inofensivos en el palacio o la plaza pública, antes de su total medicalización o su sujeción a un orden cosmético o político que pugna por reducirlas al gueto del género o del transgénero (Pedraza, 2009b, p. 16).

Lo que vislumbra la autora son los problemas propios de un feminismo interseccional, o sea un feminismo inclusivo que toma en cuenta las condiciones particulares de cada mujer y no sólo su género, sino todo el conjunto relacionado con la raza y el estado físico, económico y social7. En este caso, la discriminación

teratológica despoja Kreata de la identidad femenina y humana. Gemma estremece por los intentos perseverantes de su hermana, la manera como "actuara, fuera y viniera como una niña normal, como si no reparara jamás en el vello espeso que la cubría de pies a cabeza y que en los demás no podía por menos de suscitar algún asombro" (Pedraza, 2012, p. 94). El desconcierto por no poder reprocharle un comportamiento salvaje, a pesar de su apariencia física, provoca a la narradora sentimientos de inquietud y curiosidad al mismo tiempo.

Enturbia la percepción del lector mediante los celos, que la dominan cuando ve a Kreata meditando – práctica aprendida en el monasterio en que vivía antes de encontrar al Gran Dinápoli, correspondiente ficticio del Gran Farini. En aquel momento debe admitir, en primer lugar a sí misma, la envidia que le suscita esa visión, ya que "parecía enteramente feliz, tan olvidada del

7 La definición de interseccionalidad política ha sido por primera vez introducida por la activista

y académica Kimberlé Williams Crenshaw en 1989, en que se puntualiza como identidades intersectadas entre ellas puedan sufrir sistemáticamente de opresión, dominación o discriminación.

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mundo y de sí misma como un gato en reposo" (ivi, p. 113). Gemma no puede sino sentirse en cierta medida inferior en comparación con ella, con su inocencia aplastante, su ánimo encantador. Estas cualidades las muestra también en el escenario, porque la niña está lista para su exhibición:

El número acababa con el Gran Dinápoli tomando en brazos a Kreata y acercándola al público tan tiernamente que este se emocionaba, porque el contacto de ambos sugería con gran eficacia la fusión inocente y amorosa de dos mundos hasta entonces separados: el del hombre, en todo el esplendor que Dinápoli podía hacer surgir todavía de sí mismo y de su apostura, y el del espíritu de las selvas en forma de dulce criatura que, lejos de ser peligrosa, necesitaba amor y protección frente a las asechanzas de lo bestial, representado por un simio gigantesco y malcarado llamado Timor (ivi, p. 116-117).

Figura 4. Cubierta de Venus barbuda y el eslabón perdido, Madrid, Siruela, 2009.

Pedraza está retomando la imagen impresionante de la cubierta de su ensayo Venus barbuda y el eslabón perdido, que representa a los personajes reales de esta historia (Figura 4). Krao, agarrada al Gran Farini, entra en la ficción mezclando el mundo bestial y el humano en la dulzura de Kreata. Por un momento vivimos la ilusión de haber resuelto su situación complicada, de haberle conferido casi un aspecto humano en comparación con la verdadera bestia encadenada del escenario. Su temperamento manso contrasta demasiado con el furor del simio para poderla considerar su semejante. En realidad, es el eslabón perdido que reúne los opuestos culturales de la época, el enlace apaciguador entre naturaleza y humanidad. No es una casualidad que Pedraza haga que los acontecimientos narrados ocurran durante un momento histórico decisivo para los estudios científicos sobre el desarrollo de las especies y que, incluso, inserte en su ficción algunos personajes ilustres como Charles Darwin

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para confutar la naturaleza de su protagonista8.

A la autora le resulta necesaria la figura del científico, porque le sirve para distanciar de manera irremediable a las dos hermanas y, haciendo eso, sacar a la luz una cuestión que hasta ahora había quedado escondida. Se ve a Kreata por primera vez solo como una mujer cuando encuentra los ojos fascinados de Sir Mortimer Henry Huxley, "secretario de la Royal Society, biólogo, discípulo y colaborador de Darwin" (ivi, p. 233). Después de visitarla, se da cuenta de que la ama y se lo confiesa. Al declarar al resto de la familia su intención de casarse, todos deben darse cuenta de que Kreata no es un híbrido sino toda una mujer, aunque les cueste reconocerlo. La solución para una vida feliz la encontraría tomando ejemplo de otras mujeres semejantes. Ellas, hallándose en su misma condición, se afeitaron olvidando el pasado. A Kreata, con permiso de la autora, se le queda pequeño el papel de monstruo femenino que se le ha dado en la historia. Quiere ser algo más, salir de su figura hirsuta y vivir tranquila:

Estaba convirtiéndose en una mujer exuberante para su raza y quería ser como las demás. Ante su mirada serena se abrían dos vías de futuro: seguir el camino de las mujeres, aunque fuera menos fácil para ella que para las chicas corrientes, o continuar la vida rutinaria del espectáculo hasta la extenuación y acabar sus días en un asilo [...] En Europa comenzaba a aburrirse. Estaba un poco cansada de su papel de monstruo y de la vida del espectáculo, que le resultaba vacía a pesar del afecto y del bienestar que la rodeaban. Era obvio que la queríamos, pero en el mejor de los casos, como a una niña eterna, no de la forma que ella necesitaba como mujer. Mi padre lo expresó con brutal claridad. Dijo: «Al fin y al cabo es una hembra» y me dolió, me sentí hembra yo también, pero tenía razón (ivi, p. 235).

El derecho a ser querido es algo que no se puede negar a nadie. Aunque durante toda la novela nuestra narradora ha fomentado el debate alrededor de la verdadera naturaleza de su hermanastra –si podía o no recibir amor a pesar de su aspecto espeluznante– el lector en realidad nunca ha puesto en duda la parte humana que Kreata ha intentado demostrar a lo largo de su vida. Sus aficiones, como la lectura, la han acercado a un mundo elevado, hecho de nobles propósitos y de dulces reflexiones. Si todavía existe la posibilidad de considerarla un monstruo, también se debe proveer a equipararla con medidas adecuadas de feminidad. La comparación más próxima que se puede hacer, es decir, el

8 "Aunque la observación del llamado monstruo produce miedo y repugnancia, así como

fascinación y curiosidad, lo más llamativo del siglo XIX, al respecto, es que renueva la concepción de tal individuo, de modo que ahora lo considera tan humano como cualquiera, y lo que pretende la ciencia es explicar su peculiaridad, deformidad o desviación, es decir, que la ciencia individualiza al monstruo, lo convierte en caso médico, clínico, patológico en todo caso" (Ocampo Ramírez, 2013, p. 23).

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ejemplar de hembra más cercano, es exactamente la voz narrante femenina. Lo que en realidad parece desarrollarse en la novela es un proceso binario de las dos jóvenes propio del Bildungsroman, en el que se pone en cuestión la formación de la identidad de ambas mujeres. Gemma se da cuenta de la fragilidad de su personaje cuando pierde el respeto que se ha ganado en su entorno cotidiano. Es más consciente que su hermana de los efectos de la misoginia preponderante de la época. En los diferentes viajes del circo, a menudo advierte cómo ni siquiera la escuchan y la tratan poco menos que como una jovencita inocente e inexperta. Es entonces cuando advertimos y apreciamos su función de narradora en el texto. Su voz, callada en la cotidianidad de su realidad, se desahoga finalmente en la escritura de su historia.

Por lo tanto, no resulta casual tampoco la alusión a la perenne marginación por la que los monstruos son objeto de contemplación. Ni Serranilla antes, ni Kreata ahora son narradoras homodiegéticas. Si el habla es la capacidad que nos distingue del resto del mundo animal, al quitarles la posibilidad de hablar en primera persona sobre su condición predomina el prejuicio que las despoja de cualquier rasgo humano. La presencia en el texto de estos seres monstruosos se describe a través de miradas ajenas, como si el lector estuviese comprometido con una singular exhibición teratológica.

Kreata es el eslabón perdido, comprada por un empresario para exhibirla en los circos. En ella se cumple la función especular identificada por Fernando Bouza cuando habla de un

un juego de espejos [donde] estos seres descomunales, faltos o excesivos, afirman en los otros la normalidad que su cuerpo o su mente está negando. Con su descompostura son, aunque de manera involuntaria, símbolos, emblemas, anagramas de la perfección de que carecen y que, sin embargo, adorna a los

meliores terrae, reyes, nobles y cortesanos que, a su lado, parecen aún más

majestuosos y pulidos (Bouza, 1991, p. 20).

Estas mujeres todavía conservan los rasgos más salvajes, que fascinan y amenazan al hombre en cuanto presa amorosa. El contacto con la naturaleza les proporciona una hibridación que se resuelve en cuerpos velludos, garras terribles y mantos relucientes. Hasta se identifican como fieras sexuales, que pueden devorar al hombre después de seducirlo con su hermosura.

Por lo tanto, Pedraza desarrolla también otro tipo de asociación del mundo de la naturaleza con la sensualidad femenina. Contempla la imagen lánguida nacida en la cultura misógina decimonónica, que presenta a la femme fatale bajo semblanzas de mujer pantera. Como el de un felino, el carácter de este tipo de mujer "es al mismo tiempo animal y refinado, femenino y bestial, salvaje y gracioso" (Pedraza, 2004, p. 39). Una transformación, efectiva o metafórica,

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sirve a la autora para evidenciar en sus protagonistas una sobreabundancia de libido femenina que subyuga a un joven, cuya fundamental inexperiencia en campo amoroso hace la captura más fácil y placentera. Las monstruas utilizan diferentes recursos para satisfacer su apetito que, en la mayoría de los casos, es de matiz sexual. Devoran a sus amantes, poseídas por el furor animalesco de una sexualidad descontrolada, que las estimula a atreverse cada vez más allá de sus posibilidades.

Las panteras seducen para destruir, pero tal vez estén movidas por impulsos distintos. Las protagonistas femeninas de La perra de Alejandría y La fase del rubí son dos mujeres felinas implacables, que hasta el final de las novelas no reciben el justo castigo por parte de la comunidad a la que atacan. Ambas se caracterizan por una sexualidad y un estilo de vida totalmente independiente o, mejor dicho, emancipado. Aunque los demás intentan reprimir estas inclinaciones animalescas, al final ellas resultan ganadoras. Este es el mayor atractivo que ejercen también en el lector, la consciencia de su invencibilidad a pesar de todo. Al contrario que las mujeres pilosas, ni siquiera tienen en cuenta la opinión de la gente porque están seguras de sus capacidades, porque en cierto modo ya ocupan una posición elevada. Pedraza describe este tipo de mujer como "una aristócrata del espíritu y de los sentidos. Una solitaria" (Pedraza, 1991, p. 251). En realidad, padecen la soledad por no respetar los cánones sociales, pero este hecho no representa necesariamente una debilidad. Se confortan con un abrazo, con una nueva aventura tan espantosa como placentera, con el descontrol de sus pasiones.

Se sacian tanto a nivel sexual como a nivel social, ya que, a través de diferentes engaños, engullen las riquezas y energías del hombre. El sacrificio amoroso al que le llevan estas bellas atroces es el culmen de una acción persuasiva que esconde muchas trampas eficaces. En el texto se plantea un paralelo real entre el mundo animal y el humano. Como si fuesen presas indefensas, los jóvenes se asombran de su hermosura y perfume, recursos empleados realmente por la pantera durante la caza. Casi aturdidos, pretenden ignorar las bestialidades que cometen sus compañeras, hasta negar la evidencia más indiscutible. Por otra parte, son capaces de esconder por mucho tiempo su verdadera naturaleza. Ocultan los terribles colmillos y desplazan la atención hacia el fulgor de su manto. Con su paso afelpado se mueven entre la muchedumbre mientras sus ojos, grandes y brillantes, buscan la presa perfecta. En su avance pueden mostrarse mansas y casi desorientadas, pero en realidad disimulan su carácter, fácilmente irritable, revelado cuando enseñan sus amplias fauces. Paralelamente, estas mujeres se presentan dóciles y necesitadas de atenciones, pero una vez que se percatan de cualquier atropello masculino, se rebelan enseguida y atacan de manera fatal. Lo que más fascina es la elegancia

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que conservan también en estos momentos terribles, la agilidad de sus movimientos cuando arañan sin piedad.

Melanta, la última filósofa de la decadente Alejandría, está sometida a su parte bestial por la intervención de Dionisio, dios sanguinario y lascivo. Él la transforma en pantera incontrolable y vengativa: Pedraza, planteando de este modo la situación, prácticamente justifica sus pecados, porque ella no parece del todo consciente de las acciones contra sus víctimas. Así, los delitos se tiñen de misterio y crueldad, siendo el resultado de una ferocidad deshumana. Desde su primera descripción física, hecha por el joven Bárbaro, el lector nota algunos elementos distintivos. El brillo de sus ojos alude al ardor de su ánimo, al furor que la mueve durante los debates filosóficos en el Museo donde da clases. También recuerda el amarillo de los ojos de algún animal con porte fiero. Sus manos, definidas como tremendamente fuertes, son como unas grandes patas de pantera, listas para arañar, tanto a nivel metafórico con las palabras, como en sentido literal durante sus ataques amorosos. Además, en el texto se hace una comparación con las garras de las Arpías que más bien implica la capacidad de la filósofa de agarrar a quien está a su alrededor y transportarlo donde ella quiera.

El sentimiento ambiguo experimentado por el joven anticipa en cierto modo las características de la relación entre los dos. Por una parte, Bárbaro ya intuye que hay algo en ella que aborrecer, como hacen desde hace tiempo sus maestros. Por otra, igual siente una fuerte atracción, la ejercida por una mujer felino. Si Melanta es una pantera, Bárbaro más bien corresponde a una cabra recelosa que, al contrario que la oveja, no se deja aturdir por su hermosura. La fascinación provocada mostrando todo su cuerpo menos la cabeza feroz –por no poder ocultar los terribles colmillos–, no resulta eficaz a la hora de atraer a sí a las cabras, "animales indóciles, inconformistas, heterodoxos y de dudosa moralidad" (ivi, p. 242). Los adjetivos empleados aquí reflejan bien el carácter del joven dacio, que durante la novela se muestra testarudo, extremadamente curioso a nivel sexual y contestatario de las reglas sociales, hasta el punto que decide vivir en las calles como los otros cínicos de la ciudad. Ahora bien, la única manera que la pantera encuentra para lograr su propósito es servirse de su perfume, es decir, una atracción más sutil, más contemplativa y aguda, que la identifica en cuanto objeto de deseo incluso por su ausencia. Al principio, a Bárbaro le llegan noticias sobre ellas, de manera que en su mente se forma un retrato aproximativo de la mujer aun sin haberla visto todavía. Pedraza explica en su narrativa por qué "la pantera deseada por la cabra no está presente en la ceremonia de la seducción inmediatamente" (ibidem), y plantea en el texto unos encuentros entre los dos que resultan definitivos. Aquel perfume cautivador, percibido la primera vez, vuelve cada vez más intenso y embriagador para los sentidos del joven. Segura de estar cerca de su presa, Melanta "camina con paso elástico por un universo de delicias y crueldades" (ivi, p. 251).

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Su metamorfosis bestial se completa durante un festín pagano, en el que la protagonista y sus compañeras se transforman en panteras hambrientas. Pedraza describe las sensaciones placenteras y perversas, como si

nada hubiera podido resultarles más deseable en ese momento que el aroma de la carne, el tierno perfume de los músculos desollados, y lo que evocaba: la frescura marmórea de las carnicerías y el desuello de las víctimas en las hecatombes [...] para las madres traía también el recuerdo del olor de sus hijos, quistes crecidos en sus propios vientres (Pedraza, 2003, p. 47).

No es una casualidad que Melanta sea una secuaz de Dioniso. De esta divinidad se conoce su parte oscura por Las bacantes de Eurípides, en que se nos muestra hasta qué punto el delirio de los ritos paganos puede llegar durante los tributos al dios. Puesta en discusión su condición divina, realiza su venganza contra los incrédulos a través de una fuerza alucinadora aplastante que conduce a las mujeres, es decir, a las bacantes, a cometer una serie de impiedades. Una de estas es la homofagia, o sea, alimentarse con carne cruda descuartizada de animales y hombres impíos, como Penteo. Las palabras usadas por Pedraza cuando describe a las madres que quieren probar el sabor de la carne de sus hijos, quizá alude a la historia de Penteo y Ágave9. Atenaza las vísceras del lector,

presentándole mujeres como creadoras y destructoras al mismo tiempo. Solo el delirio femenino puede destruir el futuro de la sociedad, simbolizado por el niño. Por lo tanto, el orden social es amenazado por las alucinaciones aniquiladoras de una mujer que no quiere contribuir a la construcción del progreso. Mujer negativa entonces, que se opone a todo. Aberración y condena de la perversión serían las reacciones suscitadas por el texto. En todos los casos las imágenes sangrientas y alejadas de la piedad humana hacen presagiar la posibilidad de que, en cualquier momento, se puedan cumplir actos crueles, sin que sean vistos como tales. Efectivamente, la ferocidad demostrada por Melanta se acompaña por una fe incondicional que no prevé el juicio crítico de las acciones. Toda manifestación de Dionisio, aunque sea también cruenta y espantosa, es bien recibida. El dios se manifiesta en el cuerpo de Melanta en diferentes ocasiones, haciéndole cumplir atrocidades hasta que ella misma pierde totalmente el control durante sus acciones homicidas.

El comportamiento de Imperatrice es aún más estremecedor, porque su espíritu perverso no esconde nada a los ojos de los lectores, que entienden su gusto por la muerte, su total indiferencia hacia los otros, su curiosidad mortal. Es, en realidad, la bella más bestia. A pesar de que se advierta una vez más el influjo de divinidades perversas que la llevan a la locura, en La fase de rubí la

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independencia del personaje femenino revela su actitud salvaje de mujer fatal. El gusto por la carne fresca, los placeres atrevidos y la homofagia vuelven impetuosas las páginas, entregando al público la visión de una bestia femenina de rara crueldad. Imperatrice, protagonista absoluta de todas las escenas cruentas, descuella en la muchedumbre de los monstruos femeninos por su audacia sexual, que alcanza niveles de ferocidad difícilmente aceptables. Pues no podría ser de otra manera, si se considera que la autora la coloca en una posición social que le permite actuar "envuelta en su lujosa piel, perfumada, solitaria y virtuosa, y al mismo tiempo lasciva" (Pedraza, 2004, p. 39), acercándola de esta manera a un animal tan noble como la pantera. Doña Imperia de los Cobos Grimani, aristócrata y déspota, asombra al lector con un carácter y comportamiento que denuncian su tormento personal.

Pedraza incluso le otorga el derecho de relatar: se trata de una narradora homodiegética, puesto que las primeras palabras en el texto van a ser las suyas, para perderse después en una alternancia de perspectivas narrativas en primera y tercera persona durante toda la novela. Clavando sus garras en el ánimo del lector, lo incluye inmediatamente en un desasosiego que la impulsa a cometer actos aberrantes, "es la hora de la siesta, el momento terrible en que florecen mis deseos" (Pedraza, 1987, p. 11). Lo que se intuye tanto en esta primera frase como en los capítulos siguientes es una concatenación directa del tiempo, ya sean tardes demasiado soleadas o días lluviosos y destemplados. Como si a través de una pequeña nube negra bajase un influjo maligno, Imperatrice debe sumirse en su transformación bestial. Todo empieza con fastidio, casi con un aburrimiento que la enoja y preludia la manifestación de esta inquietud. En el relato no aparece la verdadera causa, pero se justifica una conducta que, de otra manera, sería considerada abominable sin reservas. El instinto animal sugiere a Imperatrice escapar de la apatía, para experimentar "un sentimiento de potencia que se asemeja a lo que ellos llaman alegría" (ivi, p. 53). La cursiva pone el acento sobre la condición padecida, imposible de compartir con nadie, como si ella fuese la única en sufrir de similar turbación. Tal vez sea así, sobre todo por la singular manera encontrada para apaciguar sus deseos.

La caza de la pantera empieza para aplacar su sed de sangre, resultando evidente que uno de sus mayores goces lo alcanza durante cacerías solitarias, es decir, cuando puede dar rienda suelta a su perversión, relatándola al lector con palabras extasiadas. Una larga serie de inmoralidades que abarcan la pedofilia y zoofilia se suceden en su relato. La búsqueda incesante de nuevos atrevimientos ya por sí sola parece una condena, un enfrentamiento consigo misma para sobrepasar los límites de lo abyecto y repugnante. La protagonista reflejaría aquella imagen de mujer sadiana que Angela Carter describe aludiendo a las relaciones sexuales femeninas libertinas y pornográficas, como nos confirma la misma Pedraza: "La mujer existe y tiene deseos y mundo interior: eso es

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Imperatrice. Una que rige un imperio: sí misma, como los libertinos y libertinas (Julliette, Duran) del Marqués de Sade. La mujer tiene derecho a desear el mal"10.

Con respecto a la atracción por la violencia, Carter retoma las conjeturas freudianas que ven en el ejercicio de la crueldad una implícita tendencia al control, ligada a un periodo de la vida en el que todavía la esfera sexual no se ha desarrollado. Es decir, la desfachatez y la crueldad de Imperatrice se podría comparar a los niños tendentes a ser malos por no haber aprendido todavía el significado de la piedad y compasión hacia el próximo. Solo quieren explorar y no se dan cuenta, efectivamente, de la presencia de los otros en su mundo solipsista11. Ya solo por su nombre, Imperatrice quiere controlarlo todo y se

desafía a sí misma. Se mete en situaciones al límite de lo real, como durante un festín macabro en un cementerio o cuando acude a un aquelarre donde madres enloquecidas matan a sus propios hijos. También participa en ritos orgiásticos, que representan una clara correspondencia con las antiguas fiestas dionisíacas en las que locura y canibalismo se mezclaban bajo el desenfreno más extremo12.

La sucesión progresiva de todas estas crueldades muestra el hambre de la bestia interior que prevalece poco a poco. No obstante, una pantera como ella necesita constantemente matar a sus presas, sentir bajo sus temibles patas el poder de decidir sobre la vida de alguien. El goce adrenalínico de la lucha placentera, mientras clava sus garras en los muslos todavía vibrantes de la víctima, no es fácil de paragonar. La satisfacción de exaltar el paladar, hincando después las fauces en la carne cruda la aparta por instantes infinitos de la agobiante languidez que padece. Por lo tanto, la caza continúa en los bosques con su criada, junto a la que se abandona instintivamente a la homofagia después de haber cobrado una "espléndida pieza" (ivi, p. 158). El consumo de carne fresca, que ensangrienta las ropas, es el signo de una bestialidad incipiente que no puede controlar.

10 Respuesta al cuestionario ya citado. 11 Cfr. Carter, 1979, pp. 147-148. 12 Cfr. Bataille, 1995, pp. 60-73.

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Figura 5. Cubierta de Arcano Trece. Cuentos Crueles, Madrid, Valdemar, 2000.

La metamorfosis se completa durante un enfrentamiento directo con los verdaderos felinos llegados a su palacio (Figura 5). El abrazo con ellos significa abandonarse a su parte más perversa, complaciendo así todos los instintos más brutales. La cubierta de Arcano Trece retoma la escena analizada. El médico particular de Imperatrice, Plájowitz, convierte a dos panteras negras en mansas, a través de una operación que nada tiene que ver con la medicina, sino más bien con prácticas exotéricas cuyo resultado es efectivo. Imperatrice las describe como dos gatos juguetones y tranquilos hasta el punto de requerir siempre su compañía. Incluso se encierra a solas con ellas en su habitación y las tres parecen gozar de esta reunión íntima. Empiezan a lamerla por todo el cuerpo de manera tan vigorosa que afirma haber estado "a punto de perder el sentido, pero lejos de calmarme me iba enfureciendo, como si yo misma estuviera convirtiéndome en una bestia. Me enloquecían aquellos roces de seda, aquellas peligrosas caricias" (ivi, p. 179).

La exaltación alcanza cumbres nunca antes experimentadas y se manifiesta de manera mortal para las dos panteras. Su nuevo atrevimiento consiste en superar a las fieras en atrocidad. Después de haber sido capaz de sentir su olor, al principio muy acre y animalesco, aunque luego "increíble perfume, semejante al de la sangre fresca" (ibidem), la exhalación la lleva a una locura que requiere el derramamiento de sangre. La mujer se entrevé a sí misma mientras, "frenética como una ménade"(ibidem), saca el cuchillo y lo hunde en aquel hermoso vello para apaciguar su espantosa hambre.

Finalmente, a lo que el lector asiste es, como afirma Clúa Ginés, a "un viaje enfermizo que busca desgajar al individuo decadente de la corrupta realidad que lo envuelve y a la que no duda en idealizar, corromper o profanar para forzar esta escisión imposible" (Clúa Gínes, 2002, p. 109). La peculiaridad del comportamiento extremo de Imperatrice y los límites que ella ha traspasado para

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ir aún más allá de sus posibilidades, conscientemente y sin arrepentirse, señalan la intención de la autora de dar espacio a las protagonistas en su entorno ficticio. Suárez Briones identifica, además, la peculiaridad de los gustos de la condesa como un proceso ficticio especular. El lector debe reflexionar sobre las desviaciones de las fantasías eróticas, sin que éstas estén necesariamente marcadas por el género. De hecho, Imperatrice muestra todo su lado masculino en la novela: es un personaje activo que cuenta su propia historia y siempre pretende mantener el control de las situaciones en las cuales está implicada13.

Estas bellas atroces actúan según sus voluntades, sin que nadie realmente les impida satisfacer sus inclinaciones más perversas. Si Kreata a primera vista parece una mujer atrapada en un juego de supremacías y supersticiones, en realidad demuestra sus habilidades como artista y una profunda humanidad que contrasta con su aspecto monstruoso. Pero las otras, más que ella, gozan de su condición fronteriza, entre naturaleza y raciocinio, para no abstenerse de ninguna aventura placentera. La seducción fatal de Y. y de las mujeres circenses como Serranilla e Irene, la astucia de Melanta y el poder perverso de Imperatrice hacen que estén realmente al mismo nivel que sus compañeros monstruosos masculinos. Pedraza siempre remarca:

[...] Liberarse de ¿qué monstruosidad? Liberarse del mundo patriarcal. Ser libre, diría yo, porque la expresión libre es libertad. En definitiva, y aunque mis protagonistas sean mujeres porque las conozco mejor o me interesan más que los hombres, mi literatura no es femenina, sino literatura, dirigida a lectores de todos los géneros. Mi feminismo ha sido siempre y es el de la igualdad, feminismo socialista sin coartadas teóricas ni falacias académicas. Sé que vivimos en una sociedad patriarcal y lo denuncio siempre que puedo, pero no quiero mujeres victimistas, sino mujeres libres e iguales14 .

Lo que vislumbra la autora son los problemas propios de un feminismo interseccional, por el que la discriminación teratológica despoja de una identidad femenina. Así, sus bellas atroces se ven implicadas en una lucha social que pueden ganar solo recurriendo al uso de los elementos fantásticos de su imaginación. La revaluación de la condición monstruosa de las mujeres es posible gracias al poder de la diégesis. Algunas ya no pueden seguir calladas frente a las vejaciones de las que son objeto. La función del personaje homodiegético, responsable de su propia descripción, permite el contacto con el elemento fantástico que, por su propia naturaleza, se expresa mejor gracias a una visión ambigua interna, algo alucinada, en que la experiencia sobrenatural estremece a ambos, lectores y protagonista. Esta perspectiva peculiar favorece el

13 Cfr. Suárez Briones, 2002.

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pathos y el ensimismamiento del destinatario de la historia, ya esté contemplando o no el momento de la escritura. En este caso específico, Bobes Naves advierte cómo "los autores presentan por medio del narrador del relato unas imágenes de mujer que necesariamente son construcciones logocéntricas, figuras verbales realizadas desde su competencia emocional, mental, discursiva, etc., y desde su visión particular"(Bobes Naves, 1994, p. 23). Hay que dar forma a la mujer monstruosa del relato a través de las palabras, revitalizarla en las páginas de la novela, para entenderla y contemplarla. Contrarrestar la opinión negativa que puede formarse frente a imágenes tan incómodas como las de mujeres al límite del salvajismo humano y connotadas por características monstruosas significa ser capaz de dominar la ideología simbólica que se ha venido a crear en el mundo ficcional. Efectivamente, lo que marca la diferencia aquí es que las monstruas nacen en el imaginario de una perspectiva femenina, o sea, están creadas por una autoría que encuentra difícil seguir el camino literario hasta ahora propuesto por los hombres. Si desde siempre las protagonistas de la novela fantástica se han presentado como víctimas de situaciones manifiestamente injustas, sujetas a los abusos de villanos y anhelantes de la ayuda de un héroe, en las novelas de Pedraza el foco narrativo se centra totalmente en ellas; les permite ser las villanas o las heroínas de sus propias historias, construyendo en cierto modo una literatura de denuncia y paradoja a la vez.

Los cuerpos abyectos “representan la fatalidad, la perversión, la unión indisoluble entre el erotismo y la muerte (Eros y Tánatos), entre el deseo y la destrucción, de ahí que continuamente se las represente como criaturas híbridas: arpías, ninfas, vampiresas o satiresas, tan características de la literatura modernista (Camacho, 2006, p. 32)”.

La agudeza de la autora reside concretamente en renovar el uso del mismo elemento demonizador que había penalizado a las protagonistas, es decir, en hablar de y con el cuerpo. Luce Irigaray, entre otras, identifica la acción improrrogable de la mujer, que debe modificar su condición de objeto descrito por otros. Debe transgredir las reglas del silencio, de la ocultación, librarse de su imagen monstruosa. Por lo tanto, se pone a hablar, se impone hacerlo para cambiar su posición a sujeto único de su narración, para iniciar una comunicación que la rescate finalmente y le dé el justo reconocimiento social15.

De ahí que la narrativa femenina de Pedraza vaya proporcionando poco a poco distintas representaciones imaginarias y descriptivas, colocando a sus protagonistas en un contexto completamente nuevo con respecto a la literatura tradicional.

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