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La dulzura del salesiano 7)

Nel documento DON PABLO ALBERA (pagine 192-196)

DE LAS CARTAS CIRCULARES DE DON PABLO ALBERA

7. La dulzura del salesiano 7)

Al disponerme a escribir sobre este tema que tiene, como bien sabéis, una importancia capital, y es la nota característica del espíritu de Don Bosco, me he postrado a los pies de Jesús, y me pareció sentirme decir:

Discite a me quia mitis sum et humilis corde (Mt 11, 29): aprended de mi a ser dulces y humildes de corazón. Vayamos pues a su escuela, y tengamos en cuenta sus enseñanzas y sus ejemplos. (...)

Podemos hacernos con facilidad una idea de la dulzura, especialmente cuando la vemos en práctica, pero después encontramos gran dificultad para definirla. Las palabras con las que nos gustaría revestir nuestros pensamientos, tienen siempre algo de incompleto y de poco preciso, de modo que nunca terminan de satisfacernos. Hay, por ejemplo, quien la ha definido: una facilidad de carácter, por la que se cede con una cierta complacencia, pero sin bajeza, a la voluntad de los demás.

Ahora bien, ¿quién no ve que en esta definición no se hace referencia ni a aquella aureola, diría que divina, que rodea el rostro de una persona, tal vez sin cualidades exteriores, pero que tiene la hermosa suerte de practicar habitualmente la dulzura? No se dice nada de ese esfuerzo, me gustaría decir que heroico, que es necesario en muchas ocasiones para dominar la vivacidad del carácter, para reprimir todo movimiento de impaciencia e incluso de desdén que parece a veces santo, justificado por el celo y auto-rizado por la gravedad de la culpa. Aquí ni siquiera se indica esa virtud tan rara, que impone un freno a la lengua y no le permite pronunciar ni una palabra que pueda disgustar a la persona con la que se trata. Parece, pues, que no debería faltar, en una definición de la dulzura, un guiño de aquella mirada serena y llena de bondad, que es el auténtico y límpido espejo de un ánimo sinceramente dulce y únicamente deseoso de hacer feliz a quien-quiera que se le acerque.

7 De la carta circular Sulla dolcezza (20 de abril de 1919), en LC 280-283, 288-291.

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Mucho más completa, sin embargo, es la definición de San Juan Clímaco (Grad. XII), según el cual la dulzura es aquella disposición por la cual el espíritu permanece siempre igual, en el honor y en el desprecio, en los sufrimientos y en las alegrías. Con estas expresiones el Santo compara muy eficazmente al hombre dulce con uno escollo que, emergiendo sobre el mar, resiste a las olas enfurecidas, de modo que estas terminen rompiendo a sus pies, sin lograr nunca arrancarle ni siquiera un solo grano de esa roca indestructible de la que está hecho.

Esta es la dulzura y la mansedumbre practicada por muchos santos que Dios quiso afinar en la virtud, haciéndoles pasar a través de enormes tribu-laciones. Tal vez Él no os mandará pruebas dolorosas a todos vosotros, queridísimos hermanos destinados por la obediencia al ejercicio de la autoridad en nuestras casas; pero ciertamente exige que os mantengáis tranquilos, dulces y siempre patrones de vosotros mismos al dirigir a vuestros dependientes, al corregir sus defectos, al soportar sus debilidades:

algo tanto más difícil y meritorio cuanto constituye vuestro trabajo de cada día, es más, de cada momento.

Hay un sinnúmero de miserias humanas, y no es posible que no sean sentidas también en las mismas comunidades religiosas, por mucho que sus miembros estén animados por la mejor voluntad de tender a la perfección;

pero ¡cuántas se podrían evitar, o al menos disminuir, si en quién dirige hubiese siempre dulzura en las palabras y suavidad en las formas!

Para mantenernos persuadidos por esta verdad bastaría con que reen-trásemos de vez en cuando en nosotros mismos, preguntándonos cuáles querríamos que fuesen nuestros superiores. ¡Cuánto provecho sacaríamos al meternos, como se suele decir, en los zapatos de nuestros sujetos, al meternos en sus pensamientos y sentimientos! ¡Qué útil nos resultaría a nosotros mismos y a nuestro prójimo el recuerdo y la práctica de aquella máxima de la caridad cristiana, de no hacer ni decir a los demás aquello que no querríamos que nos fuese hecho o dicho a nosotros mismos! ¡Tener presente ese dicho del evangelio, que se usará con nosotros la misma medida que hayamos usado con los demás! Esta reflexión alejaría de nuestra mente las tentaciones de orgullo, que podrían nacer del pensa-miento de la carga honorífica de la que estamos revestidos; nos salvaría del peligro de complacernos con aquellas manifestaciones de respeto y de veneración, que nuestros dependientes creen deber hacia sus superiores; en una palabra, nos inspiraría continuamente aquella caridad y dulzura que hace tan bella y jocosa la convivencia de los hermanos en la misma casa.

De todo esto se entiende cuánta razón tuviese nuestro san Francisco de

Sales cuando escribía que «la dulzura es la más excelente de las virtudes morales, porque es el complemento de la caridad, que es perfecta precisa-mente cuando es dulce y a la vez ventajosa para nuestro prójimo».

Recuerde todo el que es puesto en la dirección de sus hermanos, que a él le es especialmente encomendada la realización de aquella solemne promesa que hizo nuestro Señor Jesucristo de dar a los religiosos desde esta vida el ciento por uno de cuanto han abandonado en el mundo por seguirle a Él.

Es el superior el que, con todos los esfuerzos de su bondad paterna e inagotable, debe actuar de tal modo que las ventajas de la vida religiosa, tan alardeadas en los libros, no parezcan exageraciones pías, engaños seductores expuestos a la credulidad de las almas simples y cándidas.

En esto pensaba, sin duda, nuestro venerable fundador y padre, cuando escribía las áureas páginas que preceden a nuestras Constituciones; y cier-tamente las desmentiría dolorosamente aquel director o superior que por falta de dulzura no lograse para los hermanos confiados a sus cuidados ese consuelo que se espera de él. (...)

Pero, hablando de dulzura, ¿podríamos olvidar el título de Salesianos que tenemos la suerte de llevar? Este nombre, ya conocido en cada parte del mundo, y rodeado de tantas simpatías, nos recuerda cómo nuestro venerable fundador y padre, no sin razón, hubo elegido a san Francisco de Sales como protector de la Pía Sociedad que debía iniciar. Profundo conocedor de la naturaleza humana, él comprendió desde el inicio que en estos tiempos para hacer el bien era necesario encontrar la vía de los corazones. Estudió, pues, con particular esfuerzo y amor las obras y los ejemplos de ese maestro y modelo de mansedumbre, y se esforzó por seguir sus trazas practicando la dulzura.

Por otro lado, una voz bastante más autorizada le había impuesto la práctica de la dulzura. En aquel sueño que tuvo a la edad de nueve años, le pareció ver una numerosa multitud de jóvenes que se peleaban entre ellos hasta llegar a las manos; blasfemaban y mantenían discursos obscenos.

Llevado por su carácter impulsivo y espabilado, el niño habría querido impedir tanto mal con fuertes reproches e incluso a golpes.

Pero aquella voz le dijo que este no era el modo con el que habría logrado su intento, y le invitó a dirigirse a una gran matrona (María Santísima), que le habría enseñado el modo más eficaz para corregir y hacer mejores a aquellos galopines. Todos sabemos que este medio no era otro que la dulzura; y Don Bosco se convenció tanto, que enseguida comenzó a prac-ticarla con ardor, y se convirtió en un auténtico modelo. Cuantos tuvieron

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la hermosa fortuna de vivir a su lado, comprobando que su mirada estaba llena de caridad y de ternura, y que justo por esto ejercitaba sobre los jóvenes una atracción irresistible.

Un arzobispo, orador elocuente, hablando de Don Bosco en la ciudad de Marsella, no dudó en compararlo con los más célebres personajes de la historia, afirmando que, si estos habían ejercitado la autoridad sobre el cuerpo de sus súbditos, Don Bosco había hecho más y mejor, ejercitando pleno dominio sobre los corazones de sus hijitos.

De índole íntimamente buena, él demostraba estima y afecto hacia todos sus alumnos, encubría sus defectos, les hablaba con elogios; de tal modo que cada uno se creía su mejor amigo, diría más, su predilecto. Para acercarse a él no era necesario elegir el momento más adecuado, ni era necesario recurrir a cualquier persona influyente para que te presentase.

Escuchaba con paciencia, sin interrumpir y sin demostrar prisa ni aburri-miento: tanto que hacía creer a muchos que no tuviese nada más que hacer.

Cuando recibía la rendición de cuentas de algún hermano, muy lejos de aprovechar esta ocasión para hacerle reproches (aun merecidos) y correc-ciones severas, no tenía otro objetivo que inspirarle confianza y animarlo a mejorar para el futuro la propia conducta.

Un óptimo compañero nuestro nos contaba que, dejándose fascinar por las cualidades intelectuales y exteriores de un escolar suyo, se le había encariñado a él hasta el punto de perder la paz y tener turbada la conciencia.

Decidido finalmente, no sin pena y con gran esfuerzo, a desvelar todo a Don Bosco, se le presentó con el rostro encendido y con la boca temblando le manifestó el estado de su alma. De vez en cuando miraba al venerable, temiendo que mostrase asombro y disgusto de cuanto oía; pero siempre veía aquel rostro igual y sonriente. Cuando terminó su rendición de cuentas, se esperaba un reproche duro y justo; en su lugar oyó palabras dulcísimas, que permanecieron para siempre grabadas en su corazón y en su memoria;

y me las repetía, exaltando la bondad del venerado superior.

«Queridísimo, le había dicho Don Bosco, me daba cuenta perfecta-mente de que te habías alejado del buen camino, y temía mucho por tu vocación; pero ahora has venido espontáneamente a desvelarme tus penas:

esta sincera rendición de cuentas tuya aleja de mi mente cualquier temor;

la confianza con la que me has hablado me hace olvidar todo tu pasado, es más, hace más vivo mi afecto por ti. Ánimo pues, Dios te ayudará a perse-verar en tus buenos propósitos».

No es necesario decir que este lenguaje genuinamente paterno hizo un bien inmenso a aquel hermano, que hasta la muerte se mantuvo fiel

a sus promesas, y trabajó muchísimo por la propia santificación y por la salvación de las almas. ¡Oh!, si los muros de la modesta habitación de Don Bosco pudiesen hablar, ¡qué milagros nos revelarían, llevados a cabo por su dulzura y afabilidad!

Estamos acostumbrados a llamar heroicos a aquellos años en los que Don Bosco y sus primeros hijos tuvieron que sufrir y trabajar tanto. Pues bien, ¿qué hacía tan valientes y constantes en su vocación a aquellos jóvenes clérigos y coadjutores, que tenían que vencer tantas dificultades para permanecer con Don Bosco? Era la palabra siempre dulce y alen-tadora de nuestro venerable padre. Se decía feliz por estar rodeado de semejantes hijos, y a nosotros nos sabía a gloria el hecho de ser llamados hijitos y colaboradores por semejante padre.

Cuando nos proponía cualquier trabajo, aunque fuese penoso y repug-nante, ¿quién habría osado decirle que no a él, que nos lo pedía con tanta gracia y humildad?

Persuadámonos bien de esto: según las idas de nuestro venerable, el verdadero secreto para ganar los corazones, la cualidad característica del salesiano, consiste en la práctica de la dulzura.

Nel documento DON PABLO ALBERA (pagine 192-196)