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El espíritu de oración 1)

Nel documento DON PABLO ALBERA (pagine 171-176)

DE LAS CARTAS CIRCULARES DE DON PABLO ALBERA

1. El espíritu de oración 1)

¿A quién no le ha pasado un millar de veces, oír hablar del espíritu de iniciativa y de la actividad de los salesianos? Quizás eran elogios sinceros, hechos por personas benevolentes, principalmente para estimularnos a hacer el bien. Quizás eran insinuaciones malignas de algún envidioso, y quizás un arte satánico llevado a cabo por nuestros adversarios con el fin de poner obstáculos a nuestra providencial misión en favor de la juventud.

Sea como fuere, es cierto que se ha hablado de esto por todas pertas, e incluso se ha exagerado.

Ni eso debe maravillarnos, habiéndonos enviado la Divina Providencia a cultivar un campo vastísimo, que, por estar expuesto a la mirada de todos y por haber dado desde el inicio muchísimos frutos, no tardó en llamar la atención incluso de las personas más indiferentes.

Ciertamente, después de la gracia de Dios y la protección de María Santísima Auxiliadora, es a la infatigable laboriosidad, a la admirable energía de Don Bosco, de Don Rua, de monseñor Cagliero y de tantos hijos suyos que se debe la rápida difusión de las obras salesianas en Europa y en América. Fue su celo incansable, fueron sus santos esfuerzos los que hicieron florecer cada vez en su camino numerosas vocaciones, hicieron surgir tantos y tan variados institutos, hasta hacer que nuestra humilde Sociedad sea considerada como un verdadero prodigio. (...)

No hay duda de que este espíritu de iniciativa, este ardor y este trabajo ininterrumpido se convirtió en un gran honor de nuestra Pía Sociedad y le atrajo la admiración y alabanza de todos los buenos. También en la actua-lidad esta es la prueba más consoladora de la vitaactua-lidad de la misma, o mejor, de la singular protección y asistencia de la poderosa Auxiliadora sobre ella.

Considerándola, ¿quién entre nosotros no siente abrirse el corazón a las más alegres esperanzas sobre el porvenir? Sin embargo, hablándoos con el corazón en la mano, os confieso que no puedo defenderme del doloroso pensamiento y del temor de que este alarde de actividad de los salesianos, este celo que ha parecido hasta ahora inaccesible a cualquier desánimo, este cálido entusiasmo que ha sido sostenido hasta ahora por éxitos continuos y felices, vayan a venir a menos un día cuando no sean fecundados, purifi-cados y santifipurifi-cados por una auténtica y robusta piedad. (...)

Procuremos, sobre todo, hacernos una idea exacta de la piedad. Esta palabra se usaba en la lengua latina (pietas) para referirse al amor, la

1 De la carta circular Sullo spirito di pietà (15 de mayo de 1911), en LC 25-35.

veneración y la asistencia que debe un hijo a aquellos que habían sido los autores de su existencia. Era el elogio más bello que se podría hacer a un joven: el decir que tenía gran piedad hacia sus padres.

Pero esta palabra adquirió, en el lenguaje de la Iglesia, un significado inmensamente más noble y sublime; llegó a ser usada para significar el conjunto de todos aquellos actos con los que el cristiano honra a Dios considerándolo como Padre. A partir de aquí se percibe fácilmente la dife-rencia entre la virtud de la religión y la piedad. La primera es una virtud que nos inclina a cumplir todos los actos que pertenecen al honor y al culto de Dios, el cual, habiéndonos creado, tiene derecho de ser reconocido por nosotros y adorado como Señor supremo y dominador del universo.

La piedad nos hace honrar a Dios no solo como creador, sino también como padre dulcísimo, que voluntarie genuit nos verbo veritatis, volunta-riamente nos dio la vida con la omnipotencia de su palabra, que es palabra de verdad. Es en virtud de la piedad que ya no estamos satisfechos de aquel culto, diría casi oficial, que la religión nos impone, sino que sentimos el deber de servir a Dios con aquel tiernísimo afecto, con aquella premurosa delicadeza, con aquella profunda devoción, que es la esencia de la religión, uno de los más hermosos dones del Espíritu Santo y, según San Pablo, la fuente de toda gracia y bendición para la vida presente y la futura. (...)

Tenía, pues, razón monseñor de Ségur cuando escribía: «La piedad cristiana es la unión de nuestros pensamientos, de nuestros afectos, de toda nuestra vida con los pensamientos, con los sentimientos, con el espíritu de Jesús. Es Jesús viviendo con nosotros». Es la piedad la que regula sabia-mente nuestra relación con Dios, la que santifica todas nuestras relaciones con el prójimo, según el dicho de san Francisco de Sales de que «las almas verdaderamente pías tienen alas para alzarse a Dios en la oración, y tienen pies para caminar entre los hombres por medio de una vida amable y santa».

Esta imagen de nuestro santo doctor nos enseña a distinguir de las prácticas religiosas, que nosotros solemos cumplir a ciertas horas de la jornada, el toque de piedad que debe acompañarnos a cada instante, y que tiene por objetivo santificar cada pensamiento, cada palabra y acción nuestros, a pesar de que no formen parte del culto que prestamos a Dios.

Y es justo este espíritu de piedad el que desearía inculcar en mí y en todos mis queridísimos hermanos, sin permitirme los límites de esta circular el poder tratar cada una de las prácticas religiosas que las Constituciones nos prescriben.

El espíritu de piedad debe ser considerado como el fin; los ejercicios de piedad no son más que el medio para conseguirlo y conservarlo. Dichoso

De las cartas circulares de Don Pablo Albera 171

aquel que lo posee, ya que en todo no tendrá más objetivo que Dios, se esforzará por amarlo cada vez más ardientemente, no buscará nunca nada más que agradarle. ¡Qué deplorable es, sin embargo, el estado de quien está privado de él! Aun cuando cumpliese varios actos de piedad durante el día, según el testimonio de san Francisco de Sales no sería más que «un simulacro, un fantasma de la genuina piedad».

Y afirmando esto no pretendo disminuir mínimamente la alta estima que debemos tener a las distintas formas exteriores que toma la piedad, las cuales son necesarias para nuestra alma como la leña para mantener vivo el fuego, como el agua a las flores; sino que quiero decir que el espíritu de piedad es la base y el fundamento de aquellas, y que puede ser incluso un medio de compensación para aquellas almas a las cuales los trabajos imprevistos o las exigencias particulares de su condición no les permitiesen hacer completamente las prácticas religiosas que la Regla les impone.

Pero hay más. Si dejásemos pasar un tiempo notable sin ninguna mani-festación externa de este espíritu de piedad, si por desgracia permitiésemos que se apagase en nosotros, ¿cómo podría subsistir aquella íntima relación, aquel inefable parentesco que Jesucristo quiso establecer entre él y las almas mediante el santo bautismo? Ya no existiría ninguna relación entre aquel Dios que nosotros llamamos con el agradabilísimo nombre de padre, y nosotros, que tenemos la fortuna de ser llamados y somos realmente sus hijos.

Y, lo que es más, ¿no es cierto que se vería menguado también aquel espíritu de fe, por el cual estamos convencidos de tal modo de las verdades de nuestra santa religión que las conservamos siempre vivas en la memoria, sintiendo su saludable influjo en cada circunstancia de la vida? Sin este espíritu tampoco se preocupa por el Espíritu Santo que frecuentemente nos visita, nos instruye, es más, nos consuela y socorre de nuestras enferme-dades: adiuvat infirmitatem nostram.

Por el contrario, si está bien cultivado, este espíritu hace de tal forma que nuestra unión con Dios no se vea interrumpida nunca, es más, confiere a cada acto, también profano, un carácter íntimamente religioso, lo eleva a mérito sobrenatural, cual oloroso incienso, forma parte de aquel culto jamás interrumpido que debemos prestar a Dios. Practicándolo, según san Gregorio Magno, nuestra vida se convertiría en un inicio de aquella felicidad que gozan los santos que habitan en el cielo: inchoatio vitae aeternae.

Pero los vínculos que unen el alma cristiana a Dios, se hacen más solemnes para quien tuvo la suerte de hacer la profesión religiosa. Con este

acto el alma se esposa con Jesucristo, a quien se dedica sin reserva, a quien consagra sus facultades, sus sentidos, toda su vida. Se hace totalmente de Dios. Justo por esto, si hay alguien que deba poseer el espíritu de piedad, es el religioso. Él debería tenerlo de tal forma que lo comunique a cuantos le rodean.

Por gracia de Dios podemos contar con muchos hermanos, sacerdotes, clérigos y coadjutores, que en cuanto a espíritu de piedad son auténticos modelos y provocan la admiración de todos.

Pero por desgracia he de añadir, et flens dico, que también hay sale-sianos que dejan mucho que desear sobre este punto. Por desgracia están carentes de ello algunos que, siendo novicios, habían edificado a todos sus compañeros con su fervor.

Ya no se llamarían hijos de Don Bosco algunos que consideran las prácticas religiosas como un peso insoportable, emplean cualquier excusa para eximirse, y dan en todos lados el triste espectáculo de su laxitud e indiferencia. Son plantas delicadas que ha quemado la escarcha; son flores que el viento ha lanzado a la tierra; o son ramas que, si todavía no han sido arrancadas completamente de la vid, vegetan desafortunadamente en una muy deplorable mediocridad y no darán fruto jamás. (...)

Sin espíritu de piedad, el religioso no tendrá forma de sacudir de su alma el polvo mundano que, por desgracia, se irá posando cada día sobre él, al estar siempre en contacto con el mundo, como advierte León Magno.

A pesar de nuestra profesión, es más, a pesar de la misma ordenación sagrada, es también cierto que no dejamos de ser hijos de Adán, de estar expuestos a mil tentaciones; podríamos sucumbir en cualquier momento a las seducciones de las criaturas y a los asaltos de nuestras pasiones.

Solo estaremos seguros bajo el escudo de una auténtica piedad; solo con las prácticas religiosas podremos vigorizar nuestro espíritu, corres-ponder a la gracia de Dios y alcanzar el grado de perfección que Dios espera de nosotros. Esta es la razón por la que aquellos a los que Dios suscitó para reformar las congregaciones religiosas, que habían decaído del fervor primitivo, sobre todo dirigieron toda su atención a reflorecer en el seno de las mismas la piedad. Todo intento habría sido vano, si primero no se hubiese preparado el terreno. (...)

Pero será en el día de la prueba en el que nos habremos convencido mejor de lo necesario que es el espíritu de piedad. Justo porque trabajamos incansablemente, justo porque nos es confiada la porción más selecta del rebaño de Jesucristo, y porque se las arregló para sacar algunos frutos, se dirigirán contra nosotros las flechas de nuestros enemigos.

De las cartas circulares de Don Pablo Albera 173

Llegará, por desgracia, la hora de la tempestad. Debemos estar prepa-rados para la lucha. Tal vez nos veremos abandonados por aquellos mismos que decían ser nuestros amigos; a nuestro alrededor no veremos más que adversarios o indiferentes. ¿Y quién sabe si, permitiéndolo Dios, no tengamos que pasar nosotros también per ignem et aquam, es decir, por graves sufrimientos físicos y morales?

En semejante y dolorosa situación, persuadámonos bien, solo podremos sacar fuerza y consuelo del espíritu de piedad. Esta fue la fuente de la que obtuvo el venerable Don Bosco aquella inalterable homogeneidad de carácter y aquella alegría pura que, cual aureola resplandeciente, parecía decorar más opulentamente su frente en los días de mayor dolor. (...)

La falta de piedad por nuestra parte haría infructuoso nuestro minis-terio en favor de las almas, y nuestras mismas grandes solemnidades nos serían echadas en cara como estiércol asqueroso, como protestó el Señor por boca de Malaquías (Mal 2,3).

Y, a propósito de esto, no me está permitido callar un argumento que más que ningún otro debería valer para los salesianos. Todo el sistema educativo enseñado por Don Bosco se apoya en la piedad. Donde esta no fuese debidamente practicada, faltaría todo adorno, todo prestigio a nuestros institutos que se volverían mucho peores que los mismos insti-tutos laicos.

Pues bien, nosotros no podríamos inculcar la piedad a nuestros alumnos, si nosotros mismos no estuviésemos abundantemente provistos de ella. La educación que daríamos a nuestros alumnos sería manca, porque el más ligero soplo de impiedad y de inmoralidad borraría en ellos aquellos prin-cipios que, con tanto sudor y con largos años de trabajo, hemos intentado grabar en sus corazones. El salesiano, si no es firmemente pío, no será nunca apto para el empeño de educador. Pues el mejor método para enseñar la piedad es el de dar ejemplo.

Recordemos que no se podría dar más bello elogio a un salesiano, que aquel de decir de él que es verdaderamente pío. Y es por esto que en el ejercicio de nuestro apostolado deberíamos tener siempre presente a nuestro venerable Don Bosco, que ante todo se nos muestra como reflejo y modelo de piedad. (...)

Cuantos lo conocieron recuerdan la compostura siempre devota, aunque no afectada, con la que Don Bosco celebraba la santa Misa; así que no era de extrañarse si los fieles se amontonaban en torno al altar para contem-plarlo. Muchas veces, también sin saber quién era, se retiraban diciendo:

ese sacerdote debe de ser un santo.

Se diría que la vida del Siervo de Dios era una oración continua, una nunca interrumpida unión con Dios. Señal de ella era aquella inalterable homogeneidad de ánimo que transparentaba de su rostro invariablemente sonriente. En cualquier momento en el que recurriésemos a él a por consejo, parecía que interrumpiese sus coloquios con Dios para darnos audiencia, y que los pensamientos y ánimos que nos regalaba le fuesen inspirados por Dios. ¡Qué edificante para nosotros oírle recitar el Pater, el Angelus Domini!

Jamás se borrará de mi memoria la impresión que me daba en la bendición de María Auxiliadora a los enfermos. Mientras pronunciaba el Ave Maria y las palabras de la bendición, se diría que su rostro se transfi-gurase; sus ojos se llenaban de lágrimas y le temblaba la voz sobre el labio.

Para mí eran indicios de virtus de illo exibat; por lo que no me maravillaba por los efectos milagrosos que lo seguían, esto es, si los afligidos eran consolados, los enfermos curados. (...)

Tomemos, entonces, algunas resoluciones prácticas: 1. Hagamos el propósito de ser fieles y exactos en nuestras prácticas de piedad...; 2.

Prometamos santificar nuestras acciones cotidianas: ... continúen los sale-sianos a dar el ejemplo de espíritu de iniciativa, de gran actividad, pero sea siempre, y en todo, la expansión de un celo verdadero, prudente, constante y, sobre todo, sostenido por una firme piedad; 3. Apliquémonos para que nuestra piedad sea fervorosa. Y se llama fervor a un deseo ardiente, una voluntad generosa de agradar a Dios en todo.

Nel documento DON PABLO ALBERA (pagine 171-176)