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En la escuela de Don Bosco 2)

Nel documento DON PABLO ALBERA (pagine 176-181)

DE LAS CARTAS CIRCULARES DE DON PABLO ALBERA

2. En la escuela de Don Bosco 2)

Los más ancianos entre los hermanos recuerdan con qué santo empeño nos preparaba Don Bosco para ser sus colaboradores. Solía reunirnos de vez en cuando en su humilde habitación, después de las oraciones de la noche, cuando todos los demás ya estaban descansando, y allí nos daba una breve, pero interesantísima, conferencia.

Éramos pocos para oírlo, pero justo por esto nos sentíamos felices de tener la confianza, de ser puestos a parte para los grandiosos designios de nuestro dulcísimo maestro.

No nos fue difícil comprender que él estaba llamado a cumplir una

2 De la carta circular Sulla disciplina religiosa (25 de diciembre de 1911), en LC 54-56.

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misión providencial a favor de la juventud, y era para nosotros una gloria no pequeña el ver que nos elegía como instrumentos para continuar sus maravillosos ideales.

Así, poco a poco, nos íbamos formando en su escuela, tanto más que sus enseñanzas tenían una atracción irresistible sobre nuestros ánimos, admirados por el esplendor de sus virtudes.

De 1866 en adelante, habiendo comenzado a reunirnos para los ejer-cicios espirituales, la acción de Don Bosco pudo ser ejercitada a una escala mucho más vasta. Cada año, en tan feliz fecha, éramos reunidos y contados, y nos resultaba de gran consuelo vernos cada vez más numerosos.

El buen padre con sus instrucciones, tan densas de pensamientos santos y expuestas con inefable unción, abría continuamente nuevos horizontes a nuestras mentes atónitas, hacía cada vez más generosos nuestros propósitos y más estable nuestra voluntad de permanecer siempre con él, y de seguirlo a donde fuere, sin ninguna reserva y a coste de cualquier sacrificio.

Ya han pasado más de cincuenta años de aquellos tiempos venturosos, pero el tiempo transcurrido no ha logrado borrar de nuestros corazones la marca que dejaba en nosotros la palabra de Don Bosco.

A menudo algunos artículos de las Constituciones, que leía de un manuscrito, constituían el argumento de su conferencia, y le daban pie para llegar a consideraciones prácticas, verdaderamente valiosas para nuestra formación espiritual.

No recuerdo que él pronunciase jamás la palabra disciplina: no la habríamos entendido; pero nos enseñaba bellamente lo que significa, nos marcaba el camino que debíamos recorrer y, finalmente, velaba atenta-mente, para que nuestra conducta fuese conforme a sus enseñanzas.

No pocas veces le salían de la boca claras alusiones al rápido y extraor-dinario desarrollo que habría tenido la naciente Congregación, a la multitud interminable de niños que habrían habitado sus casas; y era esto lo que más excitaba nuestro estupor, sabiendo las innumerables y gravísimas difi-cultades que tenía que superar para sostener la única y pequeña casa del Oratorio.

Solamente el 15 de noviembre de 1873, cuando la Pía Sociedad Salesiana contaba ya con siete casas en Italia, Don Bosco dirigió a sus hijitos una circular cuyo argumento era la disciplina. Me he encontrado una copia, y la tengo sobre mi escritorio mientras estoy escribiendo estas pocas páginas, para que me sirva de guía. Él definía la disciplina: un modo de vivir conforme a las reglas y costumbres de un instituto. Este instituto –es fácil de comprender– en la mente de Don Bosco era la Pía Sociedad

Salesiana; su objetivo, como encontramos en el 1er artículo de las Cons-tituciones, era la perfección de sus miembros y el medio para alcanzarlo sobre todo el apostolado en favor de la juventud pobre y abandonada. (...)

Entonces, el perfeccionamiento de los miembros y de la entera Sociedad debía ser el efecto de la disciplina que Don Bosco inculcaba a sus hijitos, pero no un perfeccionamiento que pudiese ser común a cualquier familia religiosa, sino adaptado al carácter especial que aquella revestía y a las reglas que la gobernaban. ¡Qué maravilla, por ello, que, bajo el apoyo de un maestro tan experto y surtido de tantas luces sobrenaturales, muchos de aquellos primeros discípulos de Don Bosco diesen pasos de gigante en la piedad, en la virtud, en el espíritu de sacrificio y en el ejercicio del celo! Ciertamente ninguno se sorprenderá si aquellos fueron llamados los tiempos heroicos de nuestra Pía Sociedad.

3. Vivir de fe3)

Si tenemos la fortuna de vivir de fe, sentiremos en el corazón una profunda gratitud a Dios por habernos llamado a la Pía Sociedad Salesiana, tan providencialmente fundada por el venerable Don Bosco; la considera-remos como el arca de la salvación y nuestro refugio, y la amaconsidera-remos como nuestra dulcísima madre. Consideraremos la casa donde la obediencia nos ha mandado a trabajar como la casa de Dios mismo; nuestro oficio, sea el que sea, como la porción de la viña que el dueño nos dio para cultivar.

En la persona de los superiores veremos a los representantes de Dios mismo, sobre cuya frente la fe nos hará leer aquellas palabras: qui vos audit, me audit; qui vos spernit, me spernit (Lc 10,16): quien os escucha a vosotros, me escucha a mí; quien os desprecia a vosotros, me desprecia a mí; de modo que sus órdenes serán para nosotros como orden de Dios mismo, y las seguiremos premurosamente, cuidándonos bien de juzgarlas sin razón y criticarlas.

Reconoceremos las Constituciones, los Reglamentos, el horario, como otras tantas manifestaciones de la voluntad de Dios sobre nosotros, y será de nuestro cuidado que no sean transgredidos jamás. Los jóvenes de nuestros oratorios e institutos serán, a ojos de nuestra fe, un depósito sagrado, del cual el Señor nos pedirá estricta cuenta.

Nuestros hermanos que comparten con nosotros los dolores y las

3 De la carta circular Sulla vita di fede (21 de noviembre de 1912), en LC 95-99.

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alegrías, con los que rezamos y trabajamos, serán otras tantas imágenes vivientes del propio Dios, encargadas por Él mismo bien para edificarnos con sus virtudes, bien para hacernos practicar la caridad y la paciencia con sus defectos.

¡Oh! ¿Cuándo llegará ese día en el que nosotros, según la imaginativa expresión de san Francisco de Sales, nos dejaremos llevar por Nuestro Señor como un niño entre los brazos de la madre? ¿Cuándo, queridísimos hermanos, nos acostumbraremos a ver a Dios en cada cosa, en cada acon-tecimiento, que consideraremos como especie sacramental bajo la cual Él se esconde? Así nos persuadiremos de que la fe es un rayo de luz celeste que nos hace ver a Dios en todo y todo en Dios.

Esto es precisamente lo que admiramos en la vida de nuestro venerable fundador. ¿Por qué de jovencito hizo tantos esfuerzos para atraer a los niños del humilde burgo de I Becchi? Todos lo sabemos; era para instruirlos y alejarlos del pecado. ¿Cuál fue el fin que se propuso al abrazar la carrera sacerdotal, superando innumerables obstáculos? Nos lo dice bien el lema:

da mihi animas. Quería salvar las almas que la fe le presentaba como resca-tadas al precio de la sangre misma de Jesucristo.

Ordenado sacerdote se consagra al cuidado de los niños pobres, porque los ve, abandonados por todos, crecer en la ignorancia y en el vicio. ¡Qué edificación era para nosotros contemplarlo ocupado durante muchas horas en oír las confesiones de tantos jovenzuelos, sin hacer nunca el mínimo signo de estar cansado de tan penoso ministerio! Eso sucedía porque su fe vivísima le hacía contemplar al confesor en el acto de curar las plagas de las almas, de romper las cadenas que las cautivaban, de encaminarlas por el sendero de la piedad y de la virtud.

No habría querido que los jovenzuelos confiados a él permane-ciesen, aunque fuese por pocas horas, con el pecado en el alma; por ello los exhortaba con palabras eficacísimas, que cuando hubiesen caído en cualquier culpa, se confesasen cuanto antes, aunque fuese levantándose de la cama durante la noche.

¿Y qué no sugirió la fe a Don Bosco para hacer más fructífera su predi-cación? Se había impuesto la ley de evitar cualquier palabra o frase que no fuese perfectamente comprendida por su joven audiencia, por más elegante que fuese. Evitaba toda expresión abstracta y difícil de entender, y se acos-tumbró así a un lenguaje, casi diría, concreto, con el que él hablaba a las conciencias de los niños, se ganaba su atención y dominaba su voluntad.

A esta arte suya y a su santidad es debida la singularísima eficacia de su palabra.

Asimismo, fue el espíritu de fe el que le inspiró su admirable Sistema Preventivo, el cual, mientras le logró un puesto muy honorable entre los educadores de la juventud a juicio de los doctos, es para nosotros la prueba más convincente de su ardentísimo celo para impedir el pecado.

¿Por qué habría querido que sus alumnos fuesen puestos en la impo-sibilidad moral de cometer faltas? Únicamente por el deseo de que fuese evitada la ofensa de Dios.

Él mismo sintió cuánto costase la asistencia a quien quiere seguir el Sistema Preventivo, y mientras le llegaron las fuerzas, precedía a sus hijitos con su ejemplo y los espoleaba con sus cálidas exhortaciones.

Recuerdo que a un tal que había dejado solos, por cansancio, a los jóvenes del oratorio un domingo de agosto, le dijo con fuerza: cuando están tantos jóvenes en el recreo, debemos asistirlos a cualquier coste. Descansaremos en otro momento.

Habría tenido escrúpulos por tener una conversación, por escribir una carta sin condimentarla con algún pensamiento religioso, y lo sabía hacer con tanto garbo y con tana finura que jamás se sintió ninguno disgustado.

Por tanto, se podría dar testimonio de él, que nadie nunca se acercó a él sin sentirse mejor. La fe le enseñaba que un sacerdote faltaría a su deber si actuase de otro modo.

Estuve varias veces acompañándole cuando despedía a sus misioneros en el barco, y fue en aquellos preciosos instantes en los que pude tener la mejor prueba de su viva fe y de su ardentísimo celo. A este le decía: espero que salves muchas almas. A aquel otro le sugería al oído: tendrás que sufrir mucho, pero recuerda que el paraíso será tu premio. A quien habría debido asumir la dirección de parroquias, le aconsejaba que tuviese un cuidado especial con los niños, los pobres y los enfermos.

A todos les repetía: no buscamos dinero, buscamos almas. A un sacerdote el día de la primera Misa le deseaba que fuese el más fervoroso en la fe y en la devoción al SS. Sacramento. A otro le inculcaba que no hiciese una predicación sin hablar de María. Y él daba ejemplo de ello.

Entrado de jovenzuelo en el Oratorio, recuerdo que, desde los primeros días, al oír el discursillo de la tarde, no podía contenerme de decirme a mí mismo: ¡cuánto debe de querer Don Bosco a la Virgen!

¿Y quién entre los ancianos no ha notado con qué sentimiento, con qué convicción nos hablase de las verdades eternas, y cómo no raramente sucedía que, hablando, especialmente de los novísimos, se conmoviese hasta el punto de faltarle la voz?

No podremos olvidar con cuánta fe celebrase la Santa Misa y cuánta

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diligencia pusiese para seguir las ceremonias, hasta el punto de llevar siempre el librito con las rúbricas para recordarlas de vez en cuando.

También era su fe la que le hacía considerar su Congregación, sus casas, como el efecto de la especialísima protección de María SS. Auxiliadora, a la que profesaba la más sentida gratitud. Y se le oyó exclamar: ¡cuántos prodigios ha realizado el Señor en medio de nosotros! Pero ¡cuántos prodigios ha obrado el Señor entre nosotros! Pero cuántas maravillas más habría hecho, si Don Bosco hubiese tenido más fe; y diciendo esto ¡se le arrasaban los ojos de lágrimas! (MBe VIII, 829).

Nel documento DON PABLO ALBERA (pagine 176-181)