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El magisterio de la vida

Nel documento DON PABLO ALBERA (pagine 135-138)

A LA ESPIRITUALIDAD SALESIANA

1. El magisterio de la vida

Tras recibir la noticia de la muerte de don Albera, don Giuseppe Vespignani escribió desde Argentina: «Estamos convencidos de que el difunto Rector Mayor fue la continuación de la vida, el espíritu y la acción de Don Bosco y Don Rua; y que los tres forman la tríada espléndida, supremamente providencial y admirable en nuestra Congregación»1). Es verdad. Probablemente sin la dedicación y el carisma de estos discípulos, colaboradores y sucesores suyos, tras la muerte del Fundador la empresa salesiana habría agotado rápidamente su energía. Don Rua fue elegido por Don Bosco como vicario con la tarea de estructurar la naciente Sociedad Salesiana, organizarla, garantizar su desarrollo orgánico y solidez discipli-naria.

A su vez, Don Rua nombró a Albera como Director espiritual de la Congregación para consolidar la vida interior de los hermanos, inculcarles el «espíritu» heredado del padre y garantizar caminos formativos más lineales para las nuevas generaciones. Convertidos en rectores mayores, ambos mostraron una gran responsabilidad en el mantenimiento y aumento del patrimonio espiritual y pedagógico de Don Bosco. Con este fin se comprometieron de palabra y de obra pero, sobre todo, con el testimonio de la vida.

Don Albera fue particularmente consciente de la misión recibida.

También estaba angustiado porque sentía que no estaba a la altura. Los cuadernos personales atestiguan su constante tensión espiritual, el incesante trabajo ascético sobre sí mismo para alimentar el fuego de la caridad que Don Bosco había encendido en su corazón desde su adoles-cencia, y para lograr la competencia y santidad exigidas a su estado. La intimidad de vida y obra con el Fundador le había convencido de que la mejor manera de prolongar su espíritu en el tiempo y asimilar su carisma era reproducir en sí mismo sus virtudes, celo y santidad. Don Bosco fue su referencia constante. A lo largo de su vida trató de inspirarse en las ense-ñanzas, el ejemplo y las acciones del Padre, para ayudar a los Salesianos a hacer lo mismo.

En la circular enviada con motivo de la inauguración del monumento a Don Bosco, recordó los años de juventud vividos junto a él, «respirando casi su propia alma». Recordó el período que pasó en Valdocco después de su ordenación, en el que pudo «disfrutar de su intimidad y extraer

1 Garneri 431.

lecciones preciosas de su corazón». Luego agregó: «Durante esos años principalmente, y aún más tarde, en las ocasiones siempre deseadas que tenía que estar con él o acompañarlo en sus viajes, me convencí de que lo único necesario para convertirme en su digno hijo era imitarlo en todo:

por eso, siguiendo el ejemplo de los numerosos hermanos más mayores, que ya reproducían en sí mismos la forma de pensar, hablar y actuar del Padre, traté de hacer lo mismo. Y hoy, después de más de medio siglo, os repito también, que sois hijos como yo, y que, a mí, el hijo más anciano, me habéis sido confiados por él: imitemos a Don Bosco en conseguir nuestra perfección religiosa, en el educar y santificar a la juventud, en el tratar con el prójimo, en el hacer el bien a todos»2).

Para ello insistió en la necesidad de conocer al Fundador, de estudiar con amor su vida y sus escritos, de hablar de él, con frecuencia, a los jóvenes y a los Cooperadores. También tenía una profunda veneración por la persona de Don Rua, especialmente por el cuidado de la perfección incluso en las pequeñas cosas que lo caracterizaba. Quería que los Salesianos lo conside-raran unido orgánicamente a Don Bosco: «¿Por qué fue tan querido Don Bosco? ¿Por qué estaban todos los corazones con él? - dijo durante el VII Capítulo General a las Hijas de María Auxiliadora - Porque tuvo la suerte de tener a su lado a un Don Rua, que siempre se encargaba de todos los asuntos odiosos... Cuando [Rua] fue elegido Rector Mayor hubo quienes temieron un gobierno riguroso: se vio, en cambio, cuánta bondad había en su corazón. Pero esta seguirá siendo una de las páginas más hermosas de su vida, y se verá cuánto contribuyó a la aureola de la que Don Bosco estaba rodeado»3).

Según don Luigi Terrone, «El concepto principal que la gente tenía de don Albera era que fuese un verdadero hombre de Dios, sacerdote ejemplar, alma enteramente interior». Esta dimensión espiritual se hizo particular-mente evidente en él: su comportamiento, su mirada, su forma de hablar y de predicar revelaban a un religioso constantemente preocupado por las cosas del cielo4). Tenía el don de una gran bondad natural, que perfeccionó trabajando sobre sí mismo hasta el punto de convertirse en una persona de exquisita cortesía que impresionaba. Insistió constantemente en la impor-tancia que Don Bosco atribuía a la bondad y corrección en el trato con los demás, sin distinción de condición y temperamento. Citaba a san Francisco

2 LC 331.

3 Garneri 437-438.

4 Garneri 485.

La contribución a la Espiritualidad Salesiana 135

de Sales para apoyar el valor y la eficacia de la buena educación como expresión de la caridad cristiana, ya que «sirve admirablemente para evitar fricciones, suavizar la angulosidad de los personajes, preservar la paz, la comprensión mutua y una cierta hilaridad interior y de relaciones domés-ticas»5). Fue el primero en dar ejemplo con su aspecto amabilísimo que conquistaba a jóvenes y adultos.

Los hermanos que estaban a su lado dan testimonio de la riqueza de sus virtudes: era prudente en las palabras y en las decisiones, humilde y paciente. Mostró un espíritu constante de abnegación: a pesar de su frágil salud, nunca rehuyó sus deberes y permaneció extremadamente templado en todo6). Sus notas íntimas revelan el esfuerzo por corregir y perfeccionar la propia humanidad, para nutrir la vida interior. También tenía una gran capacidad para escuchar, una empatía que inspiraba confianza.

Con la práctica de la confesión y de la dirección espiritual, se había convertido en un experto en el corazón humano. Pero sintió una necesidad constante de profundizar su conocimiento de la vida espiritual a través del estudio y la meditación de los autores espirituales. Como testifica don Francesco Scaloni, los hermanos franceses y belgas estaban convencidos de que había leído «todas las obras ascéticas de algún valor», sobre las que supo emitir un juicio meditado. No leía de forma superficial, sino que acom-pañaba la lectura con la meditación «para nutrir su mente y corazón»7). De estas lecturas y reflexiones extrajo material para el ministerio de la predi-cación y el acompañamiento espiritual. Don Giovanni Battista Grosso, su estrecho colaborador durante los años en Marsella, dice que «en medio de las diversas preocupaciones como inspector y director del Oratorio San León… encontraba todavía tiempo para leer mucho, y casi exclusivamente libros ascéticos; y estaba ansioso y cuidadoso de conseguir todos los libros nuevos sobre ascetismo que publicaban los mejores autores franceses; y no solo los leía y anotaba, sino que hacía resúmenes o extractos de ellos, que luego se manifestaba, enormemente, en las conferencias mensuales a sus hermanos, y a las que a menudo aceptaba con gusto dar a las diversas compañías de la casa»8).

5 Garneri 467.

6 Garneri 475-484.

7 Garneri 452-453. En el diario espiritual de Don Albera y en sus apuntes de predi-cación hay referencias a unos ochenta autores, cf. J. Boenzi, Reconstructing Don Albera’s Reading List, en Ricerche Storiche Salesiane 33 (2014) 203-272.

8 ASC B0330314, P. Paolo Albera. Ricordi personali, ms GB Grosso, 1.

Este gusto por la vida espiritual, este deseo de comprenderla en profun-didad, va unido con su admiración personal por la santidad y la piedad profunda de Don Bosco. Desde niño trató de reproducir en sí mismo el espíritu de oración y de unión constante con Dios, adquiriendo con los años el don de la oración y la contemplación. Su piedad sincera, sin forzar, impresionó a quienes lo vieron rezar o celebrar la eucaristía: todo inmerso en la adoración, tenía una actitud de gran dulzura, una concentración tan intensa como conmovedora. «Hizo un compromiso especial de hacer medi-tación y acción de gracias después de la misa y a menudo recomendaba la práctica del examen de conciencia»9). Su piedad fue tierna, afectiva e intensamente comunicativa, sustentada especialmente en la meditación del Evangelio y de las cartas de San Pablo10).

La tendencia predominante a la intimidad divina y el gusto por la piedad no disminuyó, más bien alimentaron constantemente su espíritu de iniciativa, servicio pastoral y fervor en su obra. Estaba convencido de que la piedad auténtica genera celo apostólico, ilumina la acción educativa, la inspira y la fecunda, como le sucedió a Don Bosco.

En la inquietud dinámica por seguir los ejemplos del Fundador y de Don Rua, por «preservar en nuestra Congregación el espíritu y las tradi-ciones que de ellos hemos aprendido» –como escribió en la primera circular presentando el compromiso asumido en el momento de la elección– Albera sintió la necesidad de acentuar algunos temas que consideraba básicos, junto con otros relacionados con su sensibilidad o requeridos por contin-gencias históricas, por el contexto en el que trabajaban sus interlocutores y por el conocimiento íntimo de los hermanos. Sus densas circulares son de carácter exhortativo, sapiencial, no doctrinal ni sistemático, pero revelan una gran familiaridad con la teología de la vida consagrada y la espiritua-lidad cristiana. En ellos emergen algunos núcleos temáticos recurrentes, que pretendemos destacar.

Nel documento DON PABLO ALBERA (pagine 135-138)